Carta te debo,2010, y carta te escribo mientras me asomo a las páginas vírgenes de tu calendario.
Pero antes de traspasar tu frontera —si me permites— quisiera despedirme de tu antecesor 2009, cuya última hoja, amarilla y silente se descuelga del árbol del tiempo mientras yo lo miro alejarse con profunda nostalgia de los buenos momentos que compartimos. Y de los malos, que también los hubo, espero haber aprendido algo, o por lo menos lo suficiente como para llegar a ti, 2010, siendo más humilde, más sabia, más tolerante, mejor persona.
Traigo conmigo algunos años gastados y otros desgastados. También traigo las lecciones que aprendí y las que no voy a aprender. Algunos defectos corregidos y otros que jamás corregiré porque no le hacen mal a nadie y porque son mi señal de identidad, es decir: “ésta soy yo, y me gustaría que me aceptes y me quieras así como soy”. Que no se puede cambiar tanto, de lo contrario no nos reconoceríamos.
No quisiera hacerte promesas que quizás no pueda cumplir, pero te doy mi palabra que intentaré, desde mi más profunda fe, saborear mejor que nunca el licor de la vida. Te beberé a tragos esperanzados y abriré los brazos en cada amanecer para recibir cada minuto de tus horas.
Procuraré sumergirme en una osadía sin límites que me permita imaginar un mundo sin víctimas, que la soledad puede tener música y la música, silencio y que a la tristeza se la puede pintar de azul, y que es posible sonreír y llorar al mismo tiempo, escuchar con los ojos y abrazar con el corazón.
Carta te escribo 2010, mientras pongo una bisagra entre el desánimo y la esperanza de enterarme que la lotería tocó en el barrio del corazón de los hombres y mujeres que esperan por ti para abrazarte y ser felices, y de que mi lugar en el mundo no está completo sin mí.
Me aferraré con pasión al deseo de ser estúpidamente feliz, inteligentemente feliz, absurdamente feliz, inconscientemente feliz, tercamente feliz, porque se me da la gana. Sé que echaré de menos lo que nunca tuve y también lo que perdí, que muchas veces se me disparará el tedio y la impotencia, pero aún así acostaré mi afán entre tus sábanas inmaculadas y me dejaré abrazar por la ilusión, mientras escribo el mejor verso de amor en la arena de aquella playa donde arriban los barcos que nunca parten.
Te prometo (¡ya estoy prometiendo!) pintar en la vorágine de tus páginas los días grises con el arco iris de la imaginación, que el futuro será un tiempo verbal conjugado solamente en presente, y que reivindicaré las pasiones que duran toda la vida.
Carta te escribo, 2010, donde yo solamente pongo el remitente y tú, la esperanza.
OS DESEO UNA GRAN COSECHA DE PAZ Y FELICIDAD PARA EL REDONDITO 2010
Tan lejos, tan fuera de mí estás, encumbrada en el altar de tu ego.
Sin embargo, te he besado de mil maneras desde el llano de este amor, buscando la humedad exacta para adormecer el calor de mi deseo.
Pero tú sigues allí, en tu ridículo pedestal intentando asaltar la luna, pretendiendo no verme, ni escucharme, ni sentirme.
Mas hoy, aquí y ahora, quiero decirte algo:
no inventaré más escaleras para alcanzarte
porque ya te has ido de mí,
porque ya me marcho de ti, a donde habita el olvido.
Me sorprendió el insomnio como un puñal en medio de la noche. Por eso te llamé.
Es un insomnio distinto esta vez. Como una cortina raída y negra que me envuelve, me aprisiona y me enfurece. Deben ser las mentiras que suicidan al amor y que llenan las horas vacías, sin él, que me recorren lentamente, como un caracol, mientras cientos de imágenes y palabras bucean en mi cabeza con brutal lucidez.
Antes que nada deseo agradecerte que hayas venido. Tu compañía me ayuda a resistir, a no claudicar. El que resiste, gana, ¿recuerdas quién lo dijo?
—Fue Camilo José Cela. Y no estoy totalmente de acuerdo con ese lema. Hay que tener mucha fortaleza para resistir, y yo la tengo, aunque por momentos me invade una furia triste que voy soltando por solitarios rincones. Pero nada digo. Las palabras son gomas de borrar que no borran la tristeza. Por eso callo, y resisto, hasta que él pueda verme nuevamente. Mientras, soy apenas un fantasma que traspasa su vida.
—Desde luego que no te puede ver a ti, a la que se minusvalora, a la que se atrinchera detrás del muro de la resistencia, esperando. Solo puede verla a ella. ¿No te das cuenta? Él está cómodo en su doble vida. Tú no compites, no le reprochas, solo aguantas abrazada a tu fortaleza, que si bien es una virtud, tiene diferentes dimensiones, y una de ellas es ir al frente, atacar los objetivos, perseguir las metas con decisión. El que tan solo resiste no siempre puede ganar. Debes decirle de una vez por todas que es un desgraciado malparido, y que estás dispuesta a darle el peor de los escarmientos. Pero eso lo empujará fuera de mí definitivamente. Y sin él solo seré soledad, silencio, seré olvido. Mi memoria se niega a perderlo.
—Ya lo has perdido porque no lo tienes. Abandona de una vez la retaguardia de tu vida. Plántate delante de él y vomita en su cara todo lo que llevas por dentro, sin guardarte nada. Parece que lo sabes todo, pero ignoras por completo cómo me siento. La traición del amor es como un vendaval que te sorprende en medio del bosque sin un resquicio donde cobijarte. Es imparable. Lo único que te queda es abrazarte a un árbol y resistir hasta que pase.
—¿Y tu árbol dónde está, a quién te aferras para que el ventarrón no te arrastre? ¿Por qué crees que te llamé esta noche? Estás aquí. Es a ti a quien me aferro, Venganza, la que me sostiene, la que me ayuda a resistir mientras espero la mañana.
¿Qué haremos tú yo, Venganza, cuando amanezca?
La carta que sigue forma parte de mi libro (igual que la anterior publicada con esta misma etiqueta) “La maleta del inmigrante”, premiado en el Certamen Literario Ramón Rubial 2009.
Esto viene a cuento porque hoy comienza diciembre, mi mes — como decía el abuelo Joaquín— en el que cumplo unos cuantos años más que aquella niña recién emigrada y que no entendía cómo podía ser que en su cumpleaños siempre hacía mucho frío y mientras escribía la carta (documento textual, solo con correcciones ortográficas) y a punto de cumplir un año más, el calor se le pegaba a la piel.
Querido abuelo:
Espero que esté bien, lo mismo que la abuela. Hoy es la primera vez que le escribo de noche, y sin luz, así que no me pida buena letra. Estoy justo al lado de la ventana, por donde entra la luna, redonda como un plato y brillante como un sol. Me hace recordar a la luna de la aldea que convertía la noche en un día nublado. ¿Se acuerda abuelo cuando lo acompañaba a regar los campos en aquellas noches de luna llena? ¡Cómo me gustaba! Me daba mucho miedo, es verdad, pero me gustaba igual.
Cuando me pongo a pensar en esas cosas me siento muy triste, sobre todo por las noches, porque en el día me entretengo con una cosa o con la otra. Esta noche me puse a pensar que ya estamos en diciembre. Mi mes. Porque usted siempre me decía que era mi mes, que yo no podría haber nacido en otro mes que no fuera diciembre. Nunca le pregunté por qué decía eso, que a mí me parecía tan bonito. Va a ser muy raro cumplir los años con semejante calor, abuelo. Mis cumpleaños siempre fueron con mucho frío, todos juntos en la cocina de su casa, alrededor de la lareira. A lo mejor algún día volveré a cumplir años en invierno, que es como debe ser.
Por el momento me quedo aquí, en la ventana, aguardando no sé qué, porque el sueño no viene para mí. Entonces aprovecho para estar a solas un poco. Creo que voy a hacer esto más seguido. Ellos duermen. Papá ronca como un trueno, mamá no. Esto de estar todos juntos y amontonados y no poder encontrar un lugar para estar sola me da rabia, como tantas cosas.
Quizá sean ideas mías, abuelo, pero siento que este diciembre de aquí no es totalmente mío como el de allá; aquí nada es mío, como si siempre estuviera de visita. Doña Francisquita dice que eso es así al principio pero después nos acostumbramos y ya nos sentimos como en casa. A lo mejor tiene razón.
Abuelo, voy a ver si duermo, porque mañana tengo que ir a la escuela, que ya está terminando, y a la tarde voy a ir a la pieza de las madrileñas porque viene un cura español que parece que de noche se convierte en fantasma. O al revés. Bueno, es igual, ya le contaré en la próxima.
Intentando poner un poco de orden en mi ordenador fue cómo encontré, entre cientos de archivos, varias cartas que nos mandábamos con mi amiga Carmen Carballo (vive en Galicia), en un tiempo en que las dos andábamos algo desnortadas en nuestras respectivas vidas. La que sigue es una de ellas, y me sorprende gratamente mirarme desde la perspectiva de los nueve años transcurridos y ver que no fueron en vano, que aunque dudé en la encrucijada, creo estar ahora en el camino correcto, y si no, siempre se puede cambiar de rumbo.
Buenos Aires, 4 de diciembre de 2000
Querida Carmeliña: esta vez no te estoy escribiendo sentada frente a mi ordenador. Estoy sentada, sí, pero en un cómodo banco de un hermoso lugar que se llama El Rosedal, ubicado en los bosques de Palermo, pulmón verde de la Ciudad de Buenos Aires. Como su nombre lo indica, estoy rodeada de preciosos rosales, que miran, como yo, al lago apenas navegado en esta soleada mañana de lunes del recién estrenado diciembre.
Este es uno de los poquísimos lugares que quedan de esta convulsionada ciudad bien cuidados, y donde aún se puede disfrutar de una cierta calma. Lástima las rejas que lo circundan, fiel reflejo de los tiempos que malvivimos por estas comarcas, donde el pillaje anda suelto gozando del libertinaje con que lo premian a diario. Mientras, los ciudadanos que queremos trabajar, estudiar y vivir en paz, estamos con nuestras casas enrejadas, “resguardados”, presos del miedo, de la impotencia ante tanta violencia e irracionalidad desatadas.
Como ya te dije, querida amiga, es día de semana, así que casi no tengo compañía; sólo algunos patos recorren la orilla del lago, y tres o cuatro personas esparcidas por aquí y por allá, de las que sólo una llama mi atención; es un anciano que se pasea contemplativo entre las rosas, intentado con dignidad, no exenta de un evidente esfuerzo, que su cuerpo le obedezca a sus ganas, que parecen empujarlo más allá de los años que lleva encima. Pasa al lado del busto de Rosalía de Castro sin prestarle atención, quizás porque lo observó en otras ocasiones, quizás porque no le interesa, o puede que ni siquiera escuchara hablar de nuestra insigne poetisa.
Al ver a este hombre, viajero de la última estación de su vida, me pregunto (porque no me atrevo a preguntárselo a él) si estará satisfecho de lo vivido, si le pesarán esas deudas que casi todos contraemos con nosotros mismos, y que es posible ya no tenga tiempo ni fuerzas para inscribirlas en el haber de su vida; quisiera preguntarle cuántos sueños marchitos guarda, apretados y descoloridos, entre las páginas del libro de su añosa vida, si se arrepiente de no haberlos liberado, de no haberlos conquistado...
En fin, que el desconocido desapareció de mi vista arrastrando los pies cansados, pero las preguntas siguen dando vueltas en mi cabeza mientras intento ordenarlas en el bloc de papel para ser medianamente coherente en mis reflexiones y tú me puedas entender. Hace mucho que no escribo una carta tan larga directamente en el papel sin la posibilidad que nos da el ordenador de corregir y modificar al instante. Es una práctica que tendríamos que recuperar para ejercitar más la espontaneidad.
Pero me estoy apartando de los pensamientos que la figura del anciano me inspiró, acaso porque tiene mucho que ver con mis miedos, que no se relacionan ni con la vejez ni con la muerte. Me refiero a llegar a “esa” etapa de la vida soportando el peso de los años y de pronto darse cuenta de que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que abrimos el cajón de los sueños, ni tan siquiera para revisarlos; de que el compartimiento de los proyectos está vacío porque ya no hay ganas de llenarlo, y entonces el tiempo que nos resta lo dedicaremos a deambular por el último andén mirando, sin querer ver, la figura de un temido tren: el último.
A lo mejor para el anciano que llamó mi atención no es tan así, y aún tiene objetivos y sueños que espera cumplir; a lo mejor son mis propios miedos los que hablan. No lo sé. De momento siento un inmenso placer de estar en este lugar que invita a la calma y a la reflexión, escribiéndote e intentando poner en orden esta etapa de mi vida, a la que podría llamar “la estación intermedia”.
Esto de estar en medio de todo y de nada últimamente se me hace recurrente, como si un invisible reloj biológico me pusiera en medio de una encrucijada, con varios caminos: uno, donde veo pisadas pequeñas, alegres huellas de infancia, que se cortan abruptamente, dolorosamente; también hay otro, muy recorrido, vivido y malvivido, donde estoy parada, rodeada de los afectos; pero hay un sendero, virgen, intransitado, hecho a la medida de mis pies, que parece unirse en el horizonte de mi vida con aquel otro de las huellas pequeñas. La idea de recorrerlo, sólo la idea, me estremece de felicidad.
Miro a mi alrededor y me dan ganas de instigar a cada uno de los escasos paseantes de esta mañana soleada a pararse en “su” encrucijada, a que sean conscientes del paso del tiempo, de los caminos recorridos, pero también de los no recorridos, de los que esperan ser fecundados por nuestros pasos, de los que aguardan a que nosotros nos atrevamos a vivirlos.
Creo que ya es hora de volver a la realidad, querida Carmeliña, y a mis deberes terrenales, abandonados por unas horas, esta vez sin ninguna culpa, consciente del desgano terco y creciente que me empuja a alejarme de “la fábrica de tareas repetidas”. Esa rutina agónica y sin emociones donde sin darnos cuenta enterramos lo mejor y más valioso de nosotros mismos.
¿Qué es la vida sin los pequeños placeres que alimentan el espíritu, que aligeran el alma? Una cáscara vacía, seca y desteñida... Espero querida amiga no contagiarte mi melancolía, justo ahora que tú estás recomponiendo exitosamente las piezas sueltas del alma, y sobre todo desechando las que te sobraban. Me alegro, no sabes cuánto me alegro de que hayas logrado tan buenos resultados, a juzgar por tu carta.
En algo así ando yo, tarea ardua si las hay para la que se necesita, entre otras cosas, coraje, decisión e inteligencia, cualidades que a ti te sobran y que espero que a mí no me falten. Tendré que averiguarlo. Lo único que tengo claro es que no quiero encontrarme de golpe viendo llegar el último tren y darme cuenta de cuántas señales ignoré, cuántos llamados desoí, cuántos horizontes no traspasé, cuántos ríos dejé de navegar, cuántos senderos no recorrí.
No es casualidad que en este instante me venga a la memoria una viejecita maravillosa, a la que todos le decían doña Lila, emigrada a la Argentina desde su recordada y amada Madrid. Ella fue mi vínculo visible y palpable con España apenas llegué a Buenos Aires, pues éramos vecinas. Me gustaba escucharla relatar sus anécdotas de cupletista, aunque nunca quiso decirme por qué si le iba tan bien en su Madrid emigró apenas cumplidos los 25 años. Doña Lila vivía encerrada en su cuarto, desangrándose en recuerdos y rodeada de abanicos, peinetas, castañuelas y unas mantillas que a mí me deslumbraban, mudos testigos de un pasado que ella atesoraba con amor.
De tantas tardes que compartí con ella me quedó grabado su dolor porque no iba a poder morir en su tierra, y una frase que siempre repetía: “No me pesa la vejez, me pesan los sueños muertos”. Pasaron muchos años para que entendiera fielmente el sentido de sus palabras, dada mi corta edad de entonces. Cuando los sueños se mueren, y se pudren dentro de nosotros, no hacen más que contaminar nuestro diario vivir e, indudablemente, como le pasó a doña Lila, interfieren, molestan y llenan de amargura la vejez. Yo aún no llegué a esa etapa, pero haré todo lo posible para que no me pase lo mismo.
Te dejo hasta la próxima queridísima amiga; me gustó esta experiencia de escribir cartas al aire libre. Prometo hacerlo más seguido. Me voy satisfecha de esta mañana, que huele a futuro.
Recibe mi cariño de siempre junto con un fortísimo abrazo, mientras espero noticias tuyas.
El día pintaba como uno de tantos en los que Fernanda salía con el tiempo justo para llegar en hora a la oficina, así que tuvo que echar una carrerilla para alcanzar el autobús. Se alegró de que no estuviera tan atiborrado como era habitual. Si bien iba a viajar parada no lo haría apretujada con otros sufridos congéneres que cada mañana se dirigían a sus tareas.
Pura rutina de un día rutinario, excepto por aquel detalle que la sorprendió no bien terminó de pagar el pasaje. Un algo impalpable, aéreo, transparente, familiar se metió en su nariz e inmediatamente sacudió las tinieblas de sus recuerdos.
Una leve sonrisa le subió hasta los labios, que recordaron y lorecordaron. Toda ella evocó ese perfume venido de lejos: Old Spice, inconfundible en su memoria. Con estudiado desinterés fue recorriendo el autobús buscando en cada hombre que poblaba el estrecho corredor a quien aún usaba la clásica y obsoleta fragancia que la hizo regresar en el tiempo ¿treinta años?
De pronto sintió una inmensa curiosidad por identificar al dueño de aquel aroma, acaso queriendo encontrar en él al que aquella noche se despegó de todos los demás para dirigirse hacia ella sonriente, elegante en su traje oscuro: ¿bailamos? La contestación no hizo falta porque ya tenía un brazo rodeando su cintura mientras una mano cálida tomaba la suya. Y qué bien olía… Su perfume y sus ojos verdes se le metieron en los sentidos y en su corazón mientras convocaban al amor al compás de un bolero… ¿Cómo se llamaba? Sin poder evitarlo comenzó a tararear la melodía con la boca cerrada y todos los sentidos trabajando a destajo, hasta que dio con el nombre. Contigo, ése fue el primer bolero que bailaron juntos, cantado por el Trío Los Panchos y perfumado con Old Spice.
Al llegar al fondo del autobús se dio cuenta con desilusión que ninguno de los que viajaban parados como ella era el dueño de su repentina obsesión. Quizás fuera alguno de los que estaban sentados, pensó, y entonces volvió sobre sus pasos y los miró uno por uno siguiendo la estela imprecisa de la vieja colonia que volvía desde el fondo de los tiempos trayéndole una imagen, un rostro, una sonrisa, una música, un gran amor desnudándola en el querer adolescente.
Qué pasa contigo mujer, se preguntó. Por un instante había fantaseado con la idea de encontrarlo allí, perfumado de Old Spice, esperándola para decirle que nunca la había olvidado.
Hubiera sido hermoso, pensó mientras bajaba del autobús y retrocedía las calles que había hecho de más, presa de un aroma que despertó aquel sentimiento adormecido del primer y gran amor. Que fue, intenso y profundo, pero que luego no pudo ser.
Hay amores que nunca se abandonan, que no habitan el olvido, que siempre vuelven, como los salmones bogando río arriba, a veces, en una corriente de Old Spice.
Fontanero, plomero, gasista, el nombre da lo mismo. El caso es que desde hace veinte días un señor entendido en casi todo ha invadido mi casa, se ha apoderado de ella y de mi vida ¡y no termina de irse!
¿Alguien puede decirme cómo deshacerme de él? No, matarlo es en última instancia, además no me gusta la violencia. Yo solamente lo llamé para que sacara mi vieja cocina e instalara la nueva... Tan sencillo como eso. ¡Qué ingenua soy! Una vez que el manitas-plomero se mete en nuestra casa todo se desajusta, se rompe, se transforma. Como la nueva cocina era apenas un centímetro más ancha que la anterior, pues entonces “¡hay que cortar”!, dijo muy serio. ¿¡Cortar qué!?, grité como si me fueran a amputar una parte de mi cuerpo. “El mármol, el mueble, los cajones…”. ¡Bueno, bueno, y supongo que eso es todo! El muy canalla me miró con cara de “¡qué inocente eres!”, y concluyó: “también hay que pintar, cambiar las manijas para que todas sean iguales, etc., etc…”. ¡Estoy en sus manos! Mis tiempos tuvieron que ajustarse a “sus” tiempos, y lo que es peor, mi presupuesto se desajustó a sus honorarios como cinco veces más de lo que eran en un principio. A estas alturas, con “mi” cocina invadida por un extraño —que ya no lo es tanto— pienso que me saldría más barato casarme con él y disfrutar de su extraordinaria paga, por lo menos si es mi marido le puedo discutir o convencerlo de alguna manera (o de varias, según el empeño que le ponga) sin el peligro de que se vaya y me deje en obras. En cambio, el fontanero-plomero a la primera de cambios se ofende y desaparece para nunca más volver. ¡Y con el trabajo que me costó conseguir un turno en su apretada agenda! Si hay alguien que me pueda dar alguna idea de cómo hacer que este “arreglatutti” se vaya por las buenas y yo pueda volver a tomar el mando de mi lugar preferido de la casa, que es mi cocina —y no porque me guste cocinar, aclaro— se lo agradecería mucho.
Ama al hombre que se respete y te respete.
Al que te diga que estás hermosa justamente
“ese” día que tú te sientes la peor de todas.
Al que te pregunte: "¿qué quieres comer hoy? Yo cocino".
Al que te abrace sin que se lo pidas.
Al que te regale una flor… porque sí.
Ama al hombre que comprenda e interprete tus silencios,
tus miradas y esas sonrisas que no llegan a los ojos.
Al que comparta tus sueños, aunque no sean los de él.
Al que no le importe si aumentaste “esos” kilitos o tienes celulitis.
Ama al hombre que te diga cuánto le importas
y lo afortunado que es por tenerte a su lado.
Al que te escuche con atención pese a que
lo que estés diciendo no sea la verdad iluminada.
Al que se alegre de tus logros y te impulse en tus proyectos.
Al que te diga siempre la verdad, por mucho que duela.
Al que cuando te presente a sus amigos diga orgulloso: "Es ella...".
Ama al hombre… que te ame.
Muchas veces le he dicho a mi familia lo que quisiera que hagan con mi cuerpo cuando muera, pero siempre con palabras al aire, y como tal son tomadas, ya que a nadie le gusta escuchar hablar de la muerte.
Ante un hecho que me ha tocado vivir en estos días tomé la firme decisión de dejar por escrito cómo quiero que me traten cuando mi vida llegue a su fin, que espero que sea dentro de muchos años.
A mi familia, a mi pareja, es decir, a mis amores:
En cuanto mi alma abandone el cuerpito que Dios me dio, éste será convertido en cenizas inmediatamente y puesto en una caja transparente (recuerden que soy claustrofóbica) que presidirá la fiesta que me será dedicada. Porque quiero una fiesta y no un velatorio como despedida de la que fue mi vida terrenal. A esta reunión festiva concurrirá la gente que me haya amado (poco, mucho, no importa pues no vamos a andar midiendo el cariño) y que sientan que mi paso por sus vidas les dejó una huella de amor, de simple afecto y de mucha alegría. Deseo que en una pantalla grande se pasen imágenes de mí, feliz, emocionada, contenta y riéndome a carcajadas como me gusta (el presente es obvio, todavía estoy por aquí y no puedo verme en pasado) y rodeada de mi familia, de los seres que amo, es decir de “mis amores”, como yo les digo. También quiero música: rock, algún bolerito, el sonido de una gaita, que no falte la pandereta, una rumbita catalana, pero siempre bien arriba el ánimo, que esto-aquello no es-será un velatorio, repito. Si quieren bailar, me encantaría que lo hicieran, pues ya saben lo que me gusta mover el esqueleto al compás de la música. Y algo para comer no viene mal en una fiesta que se precie, pero sobre todo lo que no tiene que faltar en generosas cantidades es un buen vino para brindar por mí, por los presentes, por los ausentes, por la vida, por lo que quieran pero siempre bien arriba esa copa, que mi paso por este mundo merece un brindis y no una lágrima, creo yo. Y los que no piensen lo mismo que se vayan a un velorio de cuerpo presente, llantos sin fin y mucho café. Luego, cuando lo crean conveniente, esparcirán una parte de mis cenizas allí donde nací, en el monte alfombrado de helechos, flores y árboles que dan sombra, cerquita si es posible donde también está mi madre. Lo que quede (lo dejo a vuestra consideración, que otro remedio me queda) lo esparcirán donde quieran y les parezca que va con lo que fueron mis gustos en vida. Si quieren extrañarme son libres de hacerlo pero les ruego que no lo hagan con tristeza, pues eso agobiaría mi alma allí donde se encuentre. Los amo demasiado como para que la última de mis acciones les agregue un dolor a sus vidas. Ah, espero que lo cumplan, porque ya saben lo pesada que me pongo cuando se me contradice. Los amo más de lo que suponen
PD: Adiós tía Dolores. Mi homenaje para usted, mujer valiente, generosa y solidaria. Gracias por dejarme el ejemplo de su vida, de su fortaleza y la luz de su sonrisa.
¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo.
Oscar Wilde
La mujer, que andaría pisando el medio siglo, saludó con un “buenas tardes” a la recepcionista quien, sin siquiera responder al saludo —pues estaba en franca charla con su compañera— tomó el papel que la mujer le extendía y sin despegar la vista de la pantalla del ordenador comenzó el cuestionario de rutina: nombre y apellido, dirección, número de teléfono, día y año de nacimiento…
Hasta la última pregunta las respuestas fueron contestadas correctamente, pero la última quedó en suspenso por unos instantes.
—¿Fecha de nacimiento? —repitió un poco más fuerte la empleada.
—¿Para qué quieres saber mi edad? Vengo a que me saquen una radiografía dental no a contratar un seguro de vida — dijo la mujer visiblemente mosqueada.
—Necesito su fecha de nacimiento, no puedo dejar el espacio en blanco —insistió.
—Pues ese dato es de mi absoluta incumbencia, y no pienso dártelo porque no aporta ni quita a lo que vengo a hacer aquí.
—Esto es puro formulismo, así que si no quiere confesar su verdadera edad dígame cualquier fecha y listo —dijo la empleada estirando el cuello hacia la mujer en actitud confidencial.
—Ah, así que no puedes dejar un espacio en blanco pero sí puedes llenarlo con una mentira —redobló la apuesta la mujer, cada vez más cabreada—. Pues para eso pon lo que tú quieras y no preguntes.
—Yo no puedo hacer eso —respondió la recepcionista incómoda con la situación.
—Bueno, entonces llegamos al punto en que ante mi firme negativa tú tienes que resolver si me admiten o se niegan a atenderme sencillamente porque no pueden satisfacer su curiosidad de saber cuántos años tengo.
—Señora, no es por curiosidad sino que son las reglas.
—¡Qué reglas ni que niño envuelto! No te estoy pidiendo que te saltes un artículo de la Constitución sino que dejes de lado un formulismo estúpido, creado por estúpidos y acatado por estúpidos.
Ante el cariz que había tomado la situación, se acercó un señor que parecía tener cierto poder en el lugar y dirigiéndose a la mujer le dijo que no había problema, que la iban a atender sin necesidad de hacerle más preguntas. La mujer se sentó esperando su turno, sintiendo las miradas de las personas que allí estaban clavadas en ella. ¿Qué estarían pensando? Lo que fuera la tenía sin cuidado. Había ganado una pequeña batalla y se sentía satisfecha.
Cuando lo vi por vez primera sentí un rechazo tal, que solo el pensamiento de verme expuesta al más irrisorio de los ridículos me impidió salir corriendo. Siete pisos más arriba me esperaba Norma, modista y de las buenas, a quien no pocas veces le confesé: “Tu ascensor me da miedo, hay algo siniestro en él”. Ella se reía y trataba de convencerme de que era un “viejo” absolutamente confiable. Intentando vencer mis temores poco a poco fui iniciando con aquella antigua caja de hierro, a la que bauticé como el Negrito, una relación que podríamos llamar amistosa, aunque algún analista podría considerarla digna de unas cuantas y prolongadas sesiones de terapia. En los primeros encuentros con el Negrito a solas comencé por saludarlo: “Hola qué tal, afuera hace un lindo día”, mientras iba contando con desbordada ansiedad los pisos que faltaban para bajarme. Claro que su respuesta, lenta, bamboleante y ruidosa, lejos de tranquilizarme hacía que mi pulso se acelerara tanto, que hubo momentos que llegué a pensar que moriría entre sus tenebrosos brazos de negro metal. Siguiendo con mi terapia de bolsillo llegué a contarle los últimos acontecimientos de mi vida, mis estados de ánimo, preguntarle quién le había dejado ese perfume tan agradable, y hasta llegué a tararearle alguna canción. Pero un día sucedió lo que más temía. El Negrito, quizá harto de mi cháchara decidió darme un buen susto y se detuvo de repente y con gran estrépito donde no debía, es decir entrepisos. Y ahí fue cuando nuestra relación se quebró definitivamente. Yo, que entre charlas y bamboleos confiara en él entregándole mi cuerpo, resulta que ahora me pagaba traicionándome de aquella manera tan aviesa. Mis gritos sacudieron los cimientos del edificio mientras maldecía al Negrito en todos los idiomas conocidos y por conocer, hasta que llegó el encargado a calmarme —sin éxito posible— y a mover luego de interminables minutos la reumática mole de negro metal a la que no volvería a subir ni de muerta. Estaba claro que el Negrito y yo éramos absoluta y definitivamente incompatibles y por lo tanto nuestro divorcio, bastante escandaloso por cierto, fue definitivo. Seguí yendo a mi modista y subiendo y bajando los siete pisos por escalera, mientras le echaba furibundas miradas de reojo a la mole oscura. Hasta que ayer, luego de unos cuatro meses sin ver a Norma entré a su edificio y me encontré con la sorpresa de que el Negrito ya no estaba. En su lugar hay un moderno ascensor al que tampoco subí, por si acaso algo había heredado de su antecesor. —¿Qué pasó con el Negrito? —le pregunté a Norma. —Se murió, o se cayó que viene a ser lo mismo, pocos días después de tu última visita. Gracias a Dios que no había nadie adentro, pero el estruendo que produjo nos hizo pegar un buen susto a todos. A lo mejor su suicidó porque tú lo abandonaste —dijo Norma entre carcajadas. Cuando llegué a la planta baja me detuve a mirar el moderno ascensor, y por un instante extrañé la enrejada puerta del Negrito, su metálico ruidoso andar y sobre todo su manera de escuchar sin interrumpir.
La noche se va estrenando sin prisa sobre la inmensidad del mar, personaje fantástico, gran dios pagano. Su genio extraño puede conmigo, me embebe, me devora entera, me atrapa con un agradable escalofrío. Las noches en la playa son como un examen de conciencia, excepto que algo nos pese en el corazón. ¿Cuánto pesa un corazón lleno de tristeza? A lo lejos una inmensa hoguera se levanta hacia el firmamento henchido de estrellas. Alrededor brincan oscuras figuras como fantasmas enloquecidos. Es noche de San Juan, noche de meigas, noche de fiesta. Para mí no. Prefiero la soledad del mar, reflejo de mi propia soledad sin ilusión. La soledad sin esperanza anuda el alma hasta ahogarla. —Es una hermosa noche de luna. La voz sorprendió mi voluntario destierro como un latigazo de brutal realidad. Casi no tuve que darme vuelta para verla junto a mí. ¿De dónde había salido aquella mujer de cabello alborotado por la brisa marina? Tenía un vestido oscuro que le llegaba hasta los pies, desnudos, blancos y delicados, donde se detuvo mi mirada. Entonces ella se sentó en la arena, que aún guardaba el calor del sol que yo viera adormeciéndose lentamente tras el horizonte salado, en una ceremonia larga y ardiente como una pena de amor. —No está mal —le respondí molesta. —Parece que no te gustan las hogueras de San Juan, si no estarías allá, con toda esa gente. —¿Quién es usted? —Una que pasaba por aquí. Cuando yo era joven nunca dejaba de saltar las hogueras porque dicen que el fuego de San Juan purifica los espíritus y también tiene propiedades casamenteras. —Se dicen tantas tonterías. ¿Es que aquella entrometida no pensaba marcharse? —A mí me dio resultado pues al fin me casé, aunque después... Bueno, tampoco se le puede pedir todo al santo, que él no es responsable de los desatinos de los mortales. —Pues yo no me casé, aunque salté muchas hogueras de San Juan, y creo que no lo haré nunca. Se ve que no es para todos. —Quizás saltaste la hoguera equivocada. —Puede ser, pero si no le incomoda esta noche vine hasta aquí para estar sola, no sé si me entiende. —Desde luego que te entiendo, pero en la noche de San Juan es mejor tener compañía aunque sea de una desconocida, pues quedar a solas en las manos de los pensamientos puede ser peligroso, te lo digo yo. ¿Por qué no me marcho y dejo a la extraña mujer con sus maquinaciones? No lo sé. Será porque tengo el ánimo mutilado por el desamor. —Resulta que hace unos años, en una noche como ésta, en este mismo rincón de la playa, una mujer decidió casarse con el mar, ya que no lo podía hacer con el hombre que amaba, y se fue metiendo en sus oscuras aguas hasta que el alma dejó de dolerle. Un estremecimiento recorre mi geografía humana, cansada de no encontrar la rosa de los vientos. En la lejanía la hoguera de San Juan se eleva majestuosa queriendo alcanzar la luna que ya está llegando al centro del cielo. Aquella desconocida continúa sentada a mi lado mirando las aguas marinas preñadas de olas que se arman, se desarman y se vuelven a armar como cuerpos ondulantes envueltos en un disparate de espejismo. Mar, querido mar sin tiempo, no naufragaré en tus aguas esta noche. Quizás, solo quizás, logre reparar mi barca al amanecer.
Sin duda el tiempo está desorientado, confundido, trastocado, aturdido, y si no cómo es posible que el invierno de Buenos Aires nos “regale” 34 grados de temperatura. Y el confundimiento nos alcanza por igual a la naturaleza y a los sufridos mortales. Así veo cómo las plantas de mi balcón florecen y se llenan de renuevos como en plena primavera, y yo por no ser menos me pongo en situación y ocupo la tarde en ventilar rincones, airear placares, poner ropa de verano donde tendría que estar la de invierno. En fin, que en mi trasegar de confusiones climáticas me topé, sin pensarlo, con el poco visitado cajón de mis recuerdos, y antes de que pudiera darme cuenta estaba militando en la memoria, buscando el tiempo perdido en fotos, tarjetas de felicitación… y un cuaderno de tapas azules en el que les escribía a mis abuelos Pilar y Joaquín cuando estaba dando mis primeros pasos de emigrante (con tan solo once años) y que nunca quise mandárselas porque ellos no sabían leer y me negaba a que alguien se las leyera y se enterara de “nuestros” secretos. El siguiente texto es una de aquellas cartas, en la que a caballo de las arrugas del tiempo cabalga mi letra menuda, llamativamente desprolija y esforzada. Cada trazo y cada manchón de tinta parecen hablar de ausencias que duelen, de rabia sorda arrojada en el papel como una piedra en el agua quieta de un estanque. Los círculos concéntricos de la memoria alborotan el alma infantil de ayer, y también la de la madurez de hoy. ¿Acaso no es la misma?
Querida abuela: espero que esté bien de salud, lo mismo que el abuelo. Yo por el momento estoy bastante bien, aunque últimamente me duele un poco el estómago. Debe ser porque los extraño mucho o por la comida, que no me gusta nada porque todo es con carne de vaca, ni la escuela me gusta. Hoy empecé. La maestra es muy buena y se llama señorita Mercedes. Me sentó al lado de ella en el escritorio, así que cada vez que levantaba los ojos veía a todos los chicos mirándome raro. También tenemos un descanso que aquí llaman recreo. Fue muy feo porque yo no supe dónde ponerme ni qué hacer. Algunos chicos jugaban a juegos que yo no conozco y otros hacían rondas para hablar en voz baja mientras miraban para mí. Tenía muchas ganas de llorar abuela, pero no se preocupe que ya aprendí a llorar para dentro, como usted me enseñó, así que nadie se dio cuenta. Tampoco se dieron cuenta de que hablo mal el castellano porque hablo gallego. Y no se dieron cuenta porque solo dije sí y no, si me preguntaban algo. La señorita Mercedes me hizo escribir en un papel mi nombre, los años que tengo, el nombre de mamá y también el de papá. Y aunque no me lo pidió, también escribí el suyo, el del abuelo y el de O Busto. La señorita Mercedes me miró raro después de leerlo, y yo tuve miedo, aunque ella tiene cara de buena. Se ve que le caigo bien porque echó una sonrisa y después me acarició el pelo, y también me dijo que tengo buena letra. Cómo se ve que no conoce a mamá ni los sopapos que me tragué hasta que aprendí a escribir como ella quería. ¿Se acuerda abuela cuando usted o el abuelo algunas veces me salvaban de estar escribiendo toda una tarde de lluvia? Aquí todo es distinto, hasta la lluvia; los truenos tienen otro sonido, y no hay niebla, y el cielo no tiene nubes con forma de conejos ni de zorros ni tampoco de lobos. Aquí el cielo es muy estrecho. Abuela, espero que pronto mamá y papá se convenzan de que yo aquí no me acostumbro y me dejen volver con ustedes. Bueno, ahora tengo que hacer los deberes para mañana, así que le mando muchos besos y un tirón de bigotes para el abuelo. También le mando saludos para los tíos y mis amigos de la aldea. Los extraño mucho. También extraño a Mora. Cuídenla para que no se escape al monte cuando no se puede cazar, porque usted ya sabe que ponen veneno. Y otra cosa abuela, ¿se acuerda cuando usted me decía que yo siempre andaba papando moscas, y yo le decía que no era eso sino que estaba buscando sueños, como hacía el chico de aquel libro que me regalara el tío Juan? Bueno, pues ahora sí que ando papando moscas porque los sueños no los encuentro. De corazón Carmen
Ayer, a eso de las 22 horas estaba yo descansando de un largo día e intentado terminar “La cruz invertida”, del genial Marcos Aguinis, cuando escuché que alguien intentaba abrir la cerradura de la puerta de entrada de mi apartamento, de manera insistente y ruidosa. Yo no esperaba a nadie, así que lo primero que hice fue saltar del sillón donde estaba sentada y correr al pasillo para ver clavar los ojos en la puerta esperando con pavor que el intruso le ganara a la cerradura y tomara por asalto mi casa. El corazón amenazaba con salírseme del pecho. Quien fuera que quería entrar no tenía la llave correcta, por lo tanto algo andaba mal. Para ser ladrón era demasiado ruidoso, pensé, pero como en la vapuleada Buenos Aires en cuestión de inseguridad puede pasar cualquier cosa, lo primero que se me ocurrió fue agarrar el teléfono para llamar a la policía; no, mejor llamaría a mi vecino del apartamento de al lado, o a mi vecina del piso de arriba. Pero tan pronto como lo pensé una parte de mi cerebro (muy bien aprendida) lo descartó sin más y con la mejor voz que supe conseguir grité con todas mis fuerzas: ¡¿Quién coño está ahí?! El ruido de la llave se hizo más suave, y hasta se detuvo por un momento, pero nadie contestó. Entonces redoblé la apuesta y volví a gritar con la boca pegada a la puerta, por si el atracador era sordo: Pones un pie dentro de mi casa y te vas a arrepentir de haber nacido… Las palabras siguientes prefiero dejárselas a vuestra imaginación, que en este caso se quedará corta. Entonces escuché una voz masculina que me decía insegura pero claramente: lo siento, me equivoqué de apartamento. Demás está decir que no pude retomar la lectura y que averigüé el nombre del vecino “confundido”, y tampoco voy a contar que le dije, pues ya se lo imaginarán. Cuando referí el episodio no pocos coincidieron en preguntarme si estaba loca, que como se me ocurrió pegarme a la puerta y gritarle al “asaltante”, que si fuera de verdad ya me habría metido un tiro a través de la puerta, y qué sé yo cuántas verdades más. De nada me valió decirles que a pesar del miedo que me invade en situaciones así, no puedo dejar de enfrentar, de saber de qué se trata, de indagar. Y eso lo heredé de mi madre, que estaba convencida de que el desván de nuestra casa, allá en mi aldea gallega de O Busto, era visitado por seres de ultratumba. Allí vivimos las dos solas hasta que cumplí los once años y me tomó por asalto la emigración. La cuestión es que había noches en que nuestro sueño era barrido por indescifrables y atemorizantes ruidos que sobrevolaban nuestras cabezas, hasta el punto de que yo me metía entre sábanas y mantas hasta hacerme un ovillo, que mi madre deshacía a la voz de: “levántate Carmiña, vamos al altillo”. De nada valían mis protestas. En un santiamén allá íbamos las dos, haciendo rechinar debajo de nuestros pies desnudos los gastados escalones de madera que conducían al desván. Mi madre delante, sosteniendo un candil de feble luz exorcizadora de fantasmas desvelados, y yo detrás, aferrada a su camisón, temblando de miedo y preguntándome por qué demonios no nos quedábamos en la cama, tapadas hasta la cabeza esperando que los ruidos callasen. No, ella tenía que ir a ver, pues estaba convencida de que en alguna de aquellas noches las almas en pena que asolaban nuestro altillo descorrerían las tinieblas de la muerte y se harían visibles a nuestros asombrados ojos. Después de todo era lo menos que podían hacer teniendo en cuenta las tantas noches que interrumpían nuestro descanso sin ninguna consideración. Pero pasaron las noches y los años de mi infancia y nada vimos en las correrías al desván de nuestros desvelos. Una lástima…
Hoy quiero ser feliz, decididamente feliz. Hoy quiero incorporarme de mi sueño y recuperar los besos que perdí hacia ninguna parte. Hoy quiero ver el día color esperanza, como un bolero: “Amanecí otra vez entre tus brazos…”. Hoy quiero pegarle una patada al televisor, darle vuelta y que caiga la violencia de género y todas las violencias; las guerras, las bombas, la estupidez, la mediocridad y los atracadores que asaltaron el paraíso para que nosotros nos quedásemos sin él. Hoy quiero abrazarme a una copa de buen vino y sostenerla entre mis dedos melancólicos, que recuerdan caricias lejanas y sonrisas de melocotón de la adolescencia. Hoy descartaré las palabras que son como balas y las sustituiré por otras de terciopelo azul: paz, te quiero, te extraño, amor, amistad, fraternidad, no te vayas nunca, corazón. Palabras que despierten tus ojos y te vuelvas hacia mí, como un girasol. Hoy no quiero pensar que el hombre tiene algo de lobo. Prefiero creer que en algún recodo de su alma también tiene amor, ternura, besos sin horario y abrazos sin etiquetas ni porqués. Hoy quiero abrazarme a Neruda, a Machado, a Benedetti, que me ilusionan y me acarician en las noches de insomnio, ésas que corren lentamente, como un caracol. Hoy quiero ser feliz, terca y descaradamente feliz.
Te quiero, amor, amor absurdamente, tontamente, perdido, iluminado, soñando rosas e inventando estrellas y diciéndote adiós yendo a tu lado.
Los poetas siempre le cantan al amor y a su más perecedera compañera, la pasión. Sin embargo, ¿alguien le cantó alguna vez a la poco romántica convivencia? Y eso que convivir también tiene sus cosas buenas, positivas, enriquecedoras y estremecedoramente reales. Ya no estamos “inventando estrellas” sino que nos estrellamos contra la más pura y cruel de las realidades. Sin duda cuando nos enamoramos nuestra vida se sitúa en otra dimensión, en otro espacio inconmensurable. Nuestros pies están a metros del suelo porque el amor nos mantiene etéreos y nada ni nadie nos puede hacer bajar de esa nube blonda, acogedora, donde solo él/ella nos puede alcanzar porque los dos estamos en la misma nube-frecuencia, estado de enajenación y hasta diría de estupidez, hermosa, a qué negarlo. Los/las que algún día se enamoraron hasta las trancas lo entenderán, pero solo si lo analizan a la distancia, es decir cuando ya pasó el vendaval del amor apasionado y mágico. Porque solo puede ser mágico ese estado de necesidad del otro todo el tiempo y a toda hora, hasta el punto de llamarlo veinte veces en una hora “solo” para decirle: “Te quiero, te extraño, te necesito, ¿estabas pensando en mí?, no puedo vivir sin ti ni un solo minuto, lejos de tus besos, de tus caricias…”. Todo esto dicho sin morir de una sobredosis de palabras, suspiros y “calentamiento global”. ¿Que nunca padecieron de tamaña verborragia amorosa? ¡Vamos! Entonces o están mintiendo o nunca estuvieron apasionadamente enamorados. Es que el amor y la pasión confabulados te absorben el coco, los intestinos (ni comes por mirarlo, tan bonito, tan perfecto, tan elegante, tan inteligente, tan caballero, si te gustan los caballerosos), y la razón. La razón es la única que cuando el amor y su magia tocan a tu puerta se esfuma como por arte de … magia. ¿Pensar racionalmente? ¡Qué va! ¡Estoy enamorada! Entonces mis pensamientos, mi raciocinio y hasta mi cordura pasan por la punta de mis dedos cuando lo tocan, por mis ojos cuando lo miran, por mis brazos cuando lo estrechan contra mi pecho hasta ahogarme y ahogarlo, y por todo lo demás que ya se estarán imaginando. Entonces, como no podemos vivir la una sin el otro —y viceversa— decidimos convivir, es decir meter todo ese amor con su compañera la pasión debajo de un mismo techo y encima del mismo lecho. ¡Qué maravillosa idea, ensayada a lo largo de los siglos y de los tiempos, y con resultados semejantes! Es que los seres humanos no aprendemos más. La convivencia suele ser devastadora, como un tsunami que arrasa con una parte fundamental del amor, como es la pasión y muchas veces con el amor mismo. ¿Por qué entonces muchas y muchos insistimos en seguir probando? Si lo supiera ya habría resuelto buena parte de mi vida. Al principio de la convivencia todo es maravilloso. Mis espacios son los de él, y los de él, míos; nuestras vidas se complementan, encajan como las piezas de un rompecabezas, perfectamente diseñadas por nuestro amor apasionado. Pero el tiempo —ese verdugo implacable— le va dando a la pareja, poco a poco, casi en silencio, unas señales que al principio nos parecen pequeñas tonterías sin importancia. A unos les puede suceder al año, a otros a los dos, o a los cuatro, y a los más afortunados mucho más adelante, pero el caso es que un día nos encontramos con que la misma cama (por poner un ejemplo, y no es casualidad) que antes nos sobraba ahora resulta que comienza a resultarnos pequeña, y hasta ese acto de extrema ternura de dormir abrazados, enlazados, estrechados y estrujados, con el devenir de los días-años, nos empieza a incomodar un poquito. “Mira cielo, no es que no me guste tu brazo apretando mi cuello mientras escucho tus hermosos ronquidos en mi oído y tu pierna aplasta mi cadera, ¡no, qué va!, es que yo “siempre” preferí dormir sobre el lado derecho, sin almohada y con una pierna colgando fuera de la cama, etc., etc.”. “Pero si hasta ahora no te molestaba. ¿Pasa algo?”. Ya está. La voz de alarma fue dada. La muy diablilla de la pasión se está alejando en puntas de pie, sin hacer mucho ruido, dejando al amor solito y desnudo, y que se las arregle como pueda con la jodida convivencia. De todas maneras, cuando el amor es genuino el campo de batalla de la convivencia puede resultar un buen entrenamiento para fortalecer ese sentimiento que une a la pareja. Todo es cuestión de respeto y saber negociar con inteligencia.
La casa está en silencio. Nada se mueve, excepto su mano empuñando el bolígrafo. Las palabras calladas, mudas van cayendo sobre el papel y luego rebotan en su cráneo con un sonido ensordecedor, que no parece afectarle al hombre que la mira sonriente desde la fotografía que preside la mesa. “Muchas cosas me vienen a la cabeza, al galope, mientras la noche va entrando silenciosamente por mi ventana como una mariposa negra, mediocre, igual a todas las noches en que me abraza tu ausencia, con ese apretar de pena honda y profunda que hace doler la sangre”. Afuera solo se escucha el soplido del viento en el violín de los pinos. Su mano dibuja palabras que duelen, que no quiere escribir, pero ya es hora, esta vez sí. “En la espera siempre hay un rumor a margaritas rompiéndose, desgajándose en un tiempo que no va a ningún lado, porque solamente está hecho de vigilia. No es necesario que te diga que en el paisaje de mis noches sin ti todo es silencio y soledad, ese sentimiento inútil, sin destino, que me hace ver mi propia pequeñez, mi impotencia, hasta sentir que se me rompe el alma y solo tú puedes recoger los pedazos”. Se detiene para enjugar las lágrimas que no le permiten ver. Está cansada, derrotada por sus sentimientos. “Después de está noche borraré para siempre el inmenso reloj que en las paredes del firmamento marca las horas sin ti. Es necesario, amor. Dentro de poco, cuando amanezca, comenzaré a verme más allá de tus fronteras, a recostarme en la realidad de no tenerte. Dejaré de escuchar tus pasos ligeros, ansiosos, penetrando el corazón de la noche y del mío. Cada vez que vuelves a mis brazos a mi soledad le crecen alas, pero ¿y después? Ya no quiero más este amor a retazos”. Se levanta, recorre la habitación poseída de contradicciones y luego vuelve al papel, a la foto que le sonríe. Mira sus manos, humildes proemios de su espíritu quebrado, y les pide que sigan escribiendo las palabras que su boca se niega a decir. Es que no puede, allí aún están sus besos, tibios, largos, absolutos, cargados de ansiedades, síntesis de todas las esperanzas, desafío a la muerte. “Después de esta noche dejaré de esperarte. No he dejado de amarte, lo sabes; aún estás dentro de mí y fuera de mí, atrapado en mis pensamientos que te piensan con los ojos y los oídos, con las manos y con los pies, con la boca y la nariz, pero ya no puedo ni debo esperarte. Cuando amanezca, será el primer día de mi vida sin ti. Necesito... ¿sabes acaso lo que yo necesito?”. El timbre del teléfono la sobresalta. Es él, se lo dice cada milímetro de su piel. No atenderá. Esta vez está decidida, se acabó. El teléfono sigue sonando, sonando… Lucha consigo misma, se defiende, resiste, claudica, se rebela, “quizá sea otra persona”, se engaña. Y atiende. —Hola amor, pensé que no estabas —su voz la desarma. —Siempre estoy, sin embargo... —Voy para allá, me queda un ratito para estar juntos —dice antes de cortar la comunicación, sin intuir su angustia. Se seca las lágrimas con el dorso de la mano. Agarra el papel lleno de palabras inútiles, lo dobla y lo mete dentro de un sobre. Se dirige a su habitación y saca del placard una caja grande; la abre y guarda la carta, otra más. Pero cuando va a poner la caja en su lugar, se detiene. Un pensamiento la atraviesa entera. Como si practicara un antiguo ritual vacía lentamente la caja encima de la cama. Cientos de sobres blancos llueven sobre el lecho vacío. El ruido del motor de un coche le anuncia que él está llegando. Si dirige a la puerta despacio. Ya no tiene prisa. “Ojalá esta noche me prepare algún sofisma que me permita, mañana, no recordar nada que no tenga remedio”.
Llueve y me atrapa la melancolía. No la tristeza, sino una dulce melancolía invernal. Te queda muy bien ese nuevo color de pelo. ¿Te lo dije esta mañana? Lo importante es que no cambiaste porque estuvieras deprimida, angustiada, decepcionada, perdida en ti misma sin saber cómo encontrar el camino de regreso al centro de tu alma. Esta vez es solo porque te gusta cambiar, porque te asusta la rutina, porque sí, porque te la gana. Llueve como una plegaria, sobre el árbol desnudo que custodia mi ventana, sobre el asfalto, sobre las plantas de mi balcón, sobre mi melancolía y la tuya. Y ahora que lo pienso, es un buen momento para pedirte perdón. Sí, de verdad, deja ya esa sonrisa irónica, escéptica. Perdón por las veces que te insulté de la peor manera desde este lado, por los días que te hice llorar, perdón por exigirte hasta el límite de tus fuerzas solo para que los demás te vieran tal cual ellos querían verte. Perdón por olvidarme de ti cuando más me necesitabas. Perdón por no quererte lo suficiente, por castigarte, por culparte de casi todo. Pero eso ya pasó ¿verdad? Ahora, en este ahora, te quiero y te acepto tal cual eres: rebelde hasta la tumba, irónica, temperamental, miedosa, generosa, confiada, solitaria, alegre, malhumorada, intolerante con la estupidez humana, con los injustos, con mi tío el misógino, con los que se te pegan a la nuca en la fila del supermercado, con los que no aceptan un solo “NO” por respuesta, con los intolerantes… Estamos en sintonía, al fin, compañera de todas las rutas. No podría ser de otra manera. Somos las herederas de Los Beatles, luchadoras incansables, atrevidas ante la vida, mujeres que saben recoger los pedacitos de sus amores contrariados y armarlos nuevamente, cada día. Llueve como si el cielo no tuviera otra cosa que hacer. Tanto así que parece que están buscando dos ejemplares de cada especie para subirlos al Arca. Y ahora tengo que dejarlos; están tocando el timbre de mi puerta.
Una mudanza es mucho más que cambiar de casa, hogar, domicilio, residencia, vivienda. Varias palabras para definir el lugar que mejor conoce nuestros secretos más íntimos. En eso andaba hace unos días mi amiga Paula, y como sé lo estresante que puede resultar mudarse (yo pasé por eso varias veces) el día anterior al traslado fui a ayudarla en el agotador trabajo de empaquetar, poner en cajas, canastos, etc., todo aquello que llevarían la nuevo hogar. Lo que más le dolía a mi amiga era que muchas de las cosas que había guardado por tener mucho lugar disponible y no porque fueran necesarias, tendría que dejarlas. El apartamento a donde se mudaban, si bien es cómodo no lo es tanto como para seguir acumulando “recuerdos”, según Paula, o “porquerías”, según su marido desde hace treinta años. Y ahí es cuando comenzaron las discusiones entre el matrimonio. No había manera de que se pusieran de acuerdo sobre qué dejar y qué llevar, hasta que Roberto decidió tomarse un descanso y con un soberano portazo anunció que estaba harto y que necesitaba tomar aire. Cuando nos quedamos solas, Paula me pidió que la ayudara a bajar de los más alto de un placard unas cajas —cuatro o cinco—, prolijamente forradas de papel de colores. Una por una las fuimos abriendo. Fotos de presentes y ausentes, testimonios del tiempo transcurrido. “Mira, éste es el pelo de Ariel, cuando lo rapamos por primera vez; y ésta es la invitación de nuestro casamiento; y este lápiz labial es el primero que tuve, ya está seco; y este osito de peluche es el primer regalo de Roberto; y esta pulsera me la hicieron los chicos en el jardín de infantes”. En aquellas cajas mi amiga atesoraba el pasado como una reliquia. Había de todo: estampitas de santos, crucifijos, botones ¿?, entradas de cine, relojes detenidos en un tiempo lejano... Paula recordaba la historia de cada objeto, hasta que dimos con una cajita que abrí por tenerla más cerca. ¿Y esto qué es?; pregunté al tiempo que sacaba entre la punta de mis dedos una servilleta de papel arrugada y doblada de mala manera. Era el primer objeto de aquella tienda de antigüedades que Paula parecía no saber de qué se trataba. Seguramente tiene un número de teléfono, le dije mientras trataba de alisar el papelucho, pero no me era posible porque estaba pegoteado con algo marrón que ya estaba seco y reseco. —¡Ya sé! —gritó mi amiga—. Es la servilleta de Juan Carlos, la de la torta. Entonces Paula me contó que el tal Juan Carlos era un bomboncito que la tenía loca de amor, cuando ella andaba por los 17 años y el despuntaba los 18. Como eran vecinos, ella lo vigilaba día y noche, lo seguía, lo acosaba, pero él no le daba ni la hora. Hasta que un día, vaya uno a saber por qué razones o sinrazones, Juanca le dijo que la invitaba a tomar algo en un barcito que estaba a la vuelta de la casa, que no era lo más adecuado para una primera cita de amor, pero eso a ella no le importaba, porque iba a estar con ÉL, y hasta quizá la besara, y le diría cosas bonitas al oído. Total, que el bomboncito se la llevó al más que humilde bar, se comió su pedazote de torta de chocolate y siguió con el que ella no había podido probar —porque ya sabemos que el amor quita el hambre—, y luego le zampó muy tranquilo y satisfecho: “ya sé que estás enamorada de mí, pero quiero decirte que yo nunca podría salir contigo porque no me gustan las chicas que no tienen tetas, o casi, como se ve que es tu caso. Me gustan las mujeres de tetas grandes, así que no pierdas el tiempo conmigo”. Y con la misma se limpió la bocaza con la susodicha servilleta, que solo le alcanzó para sacar los rastros de chocolate pero no la sarta de estupideces que dijera aquel aprendiz de hombre, y se fue dejando a la inocente Paulita con un trauma en su incipiente orgullo de mujer. Después de llorar hasta agotarse y refregarse en los morros mil veces la inmunda servilleta, supliendo los besos que él no le diera, la guardó y solo se olvidó de ella (y del bomboncito) cuando se hizo el mejor par de tetas del mercado mamario, y salió al mundo con la seguridad que antes le faltaba. Después de reírnos un buen rato, Paula sonrió con malicia y me puso al tanto de lo que pensaba hacer, que no era otra cosa que buscar por cielo y tierra al engreído que la llenara de humillación, y después de mostrarle su generoso escote perpetrar la más dulce de las venganzas, que ya vería cuál y cómo. Todavía no lo encontró, pero no tengo dudas de que si está vivo va a dar con él. ¿Estará pelado? ¿Será un gordo barrigón? ¿O todavía quedará algún resto de aquel bombón apetecible? Cuando llegue el momento ya les contaré.