jueves, 16 de julio de 2009

La servilleta del bocazas



Una mudanza es mucho más que cambiar de casa, hogar, domicilio, residencia, vivienda. Varias palabras para definir el lugar que mejor conoce nuestros secretos más íntimos.
En eso andaba hace unos días mi amiga Paula, y como sé lo estresante que puede resultar mudarse (yo pasé por eso varias veces) el día anterior al traslado fui a ayudarla en el agotador trabajo de empaquetar, poner en cajas, canastos, etc., todo aquello que llevarían la nuevo hogar. Lo que más le dolía a mi amiga era que muchas de las cosas que había guardado por tener mucho lugar disponible y no porque fueran necesarias, tendría que dejarlas.
El apartamento a donde se mudaban, si bien es cómodo no lo es tanto como para seguir acumulando “recuerdos”, según Paula, o “porquerías”, según su marido desde hace treinta años. Y ahí es cuando comenzaron las discusiones entre el matrimonio. No había manera de que se pusieran de acuerdo sobre qué dejar y qué llevar, hasta que Roberto decidió tomarse un descanso y con un soberano portazo anunció que estaba harto y que necesitaba tomar aire.
Cuando nos quedamos solas, Paula me pidió que la ayudara a bajar de los más alto de un placard unas cajas —cuatro o cinco—, prolijamente forradas de papel de colores. Una por una las fuimos abriendo. Fotos de presentes y ausentes, testimonios del tiempo transcurrido. “Mira, éste es el pelo de Ariel, cuando lo rapamos por primera vez; y ésta es la invitación de nuestro casamiento; y este lápiz labial es el primero que tuve, ya está seco; y este osito de peluche es el primer regalo de Roberto; y esta pulsera me la hicieron los chicos en el jardín de infantes”. En aquellas cajas mi amiga atesoraba el pasado como una reliquia. Había de todo: estampitas de santos, crucifijos, botones ¿?, entradas de cine, relojes detenidos en un tiempo lejano... Paula recordaba la historia de cada objeto, hasta que dimos con una cajita que abrí por tenerla más cerca. ¿Y esto qué es?; pregunté al tiempo que sacaba entre la punta de mis dedos una servilleta de papel arrugada y doblada de mala manera.
Era el primer objeto de aquella tienda de antigüedades que Paula parecía no saber de qué se trataba. Seguramente tiene un número de teléfono, le dije mientras trataba de alisar el papelucho, pero no me era posible porque estaba pegoteado con algo marrón que ya estaba seco y reseco.
—¡Ya sé! —gritó mi amiga—. Es la servilleta de Juan Carlos, la de la torta.
Entonces Paula me contó que el tal Juan Carlos era un bomboncito que la tenía loca de amor, cuando ella andaba por los 17 años y el despuntaba los 18. Como eran vecinos, ella lo vigilaba día y noche, lo seguía, lo acosaba, pero él no le daba ni la hora. Hasta que un día, vaya uno a saber por qué razones o sinrazones, Juanca le dijo que la invitaba a tomar algo en un barcito que estaba a la vuelta de la casa, que no era lo más adecuado para una primera cita de amor, pero eso a ella no le importaba, porque iba a estar con ÉL, y hasta quizá la besara, y le diría cosas bonitas al oído.
Total, que el bomboncito se la llevó al más que humilde bar, se comió su pedazote de torta de chocolate y siguió con el que ella no había podido probar —porque ya sabemos que el amor quita el hambre—, y luego le zampó muy tranquilo y satisfecho: “ya sé que estás enamorada de mí, pero quiero decirte que yo nunca podría salir contigo porque no me gustan las chicas que no tienen tetas, o casi, como se ve que es tu caso. Me gustan las mujeres de tetas grandes, así que no pierdas el tiempo conmigo”.
Y con la misma se limpió la bocaza con la susodicha servilleta, que solo le alcanzó para sacar los rastros de chocolate pero no la sarta de estupideces que dijera aquel aprendiz de hombre, y se fue dejando a la inocente Paulita con un trauma en su incipiente orgullo de mujer. Después de llorar hasta agotarse y refregarse en los morros mil veces la inmunda servilleta, supliendo los besos que él no le diera, la guardó y solo se olvidó de ella (y del bomboncito) cuando se hizo el mejor par de tetas del mercado mamario, y salió al mundo con la seguridad que antes le faltaba.
Después de reírnos un buen rato, Paula sonrió con malicia y me puso al tanto de lo que pensaba hacer, que no era otra cosa que buscar por cielo y tierra al engreído que la llenara de humillación, y después de mostrarle su generoso escote perpetrar la más dulce de las venganzas, que ya vería cuál y cómo.
Todavía no lo encontró, pero no tengo dudas de que si está vivo va a dar con él. ¿Estará pelado? ¿Será un gordo barrigón? ¿O todavía quedará algún resto de aquel bombón apetecible?
Cuando llegue el momento ya les contaré.

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