lunes, 21 de septiembre de 2009

Una pregunta impertinente



¿Cómo tener confianza en una mujer que le dice a uno su verdadera edad? Una mujer capaz de decir esto es capaz de decirlo todo.

Oscar Wilde


La mujer, que andaría pisando el medio siglo, saludó con un “buenas tardes” a la recepcionista quien, sin siquiera responder al saludo —pues estaba en franca charla con su compañera— tomó el papel que la mujer le extendía y sin despegar la vista de la pantalla del ordenador comenzó el cuestionario de rutina: nombre y apellido, dirección, número de teléfono, día y año de nacimiento…

Hasta la última pregunta las respuestas fueron contestadas correctamente, pero la última quedó en suspenso por unos instantes.

—¿Fecha de nacimiento? —repitió un poco más fuerte la empleada.

—¿Para qué quieres saber mi edad? Vengo a que me saquen una radiografía dental no a contratar un seguro de vida — dijo la mujer visiblemente mosqueada.

—Necesito su fecha de nacimiento, no puedo dejar el espacio en blanco —insistió.

—Pues ese dato es de mi absoluta incumbencia, y no pienso dártelo porque no aporta ni quita a lo que vengo a hacer aquí.

—Esto es puro formulismo, así que si no quiere confesar su verdadera edad dígame cualquier fecha y listo —dijo la empleada estirando el cuello hacia la mujer en actitud confidencial.

—Ah, así que no puedes dejar un espacio en blanco pero sí puedes llenarlo con una mentira —redobló la apuesta la mujer, cada vez más cabreada—. Pues para eso pon lo que tú quieras y no preguntes.

—Yo no puedo hacer eso —respondió la recepcionista incómoda con la situación.

—Bueno, entonces llegamos al punto en que ante mi firme negativa tú tienes que resolver si me admiten o se niegan a atenderme sencillamente porque no pueden satisfacer su curiosidad de saber cuántos años tengo.

—Señora, no es por curiosidad sino que son las reglas.

—¡Qué reglas ni que niño envuelto! No te estoy pidiendo que te saltes un artículo de la Constitución sino que dejes de lado un formulismo estúpido, creado por estúpidos y acatado por estúpidos.

Ante el cariz que había tomado la situación, se acercó un señor que parecía tener cierto poder en el lugar y dirigiéndose a la mujer le dijo que no había problema, que la iban a atender sin necesidad de hacerle más preguntas. La mujer se sentó esperando su turno, sintiendo las miradas de las personas que allí estaban clavadas en ella. ¿Qué estarían pensando? Lo que fuera la tenía sin cuidado. Había ganado una pequeña batalla y se sentía satisfecha.


lunes, 14 de septiembre de 2009

La muerte del Negrito


Cuando lo vi por vez primera sentí un rechazo tal, que solo el pensamiento de verme expuesta al más irrisorio de los ridículos me impidió salir corriendo. Siete pisos más arriba me esperaba Norma, modista y de las buenas, a quien no pocas veces le confesé: “Tu ascensor me da miedo, hay algo siniestro en él”. Ella se reía y trataba de convencerme de que era un “viejo” absolutamente confiable.
Intentando vencer mis temores poco a poco fui iniciando con aquella antigua caja de hierro, a la que bauticé como el Negrito, una relación que podríamos llamar amistosa, aunque algún analista podría considerarla digna de unas cuantas y prolongadas sesiones de terapia.
En los primeros encuentros con el Negrito a solas comencé por saludarlo: “Hola qué tal, afuera hace un lindo día”, mientras iba contando con desbordada ansiedad los pisos que faltaban para bajarme. Claro que su respuesta, lenta, bamboleante y ruidosa, lejos de tranquilizarme hacía que mi pulso se acelerara tanto, que hubo momentos que llegué a pensar que moriría entre sus tenebrosos brazos de negro metal.
Siguiendo con mi terapia de bolsillo llegué a contarle los últimos acontecimientos de mi vida, mis estados de ánimo, preguntarle quién le había dejado ese perfume tan agradable, y hasta llegué a tararearle alguna canción.
Pero un día sucedió lo que más temía. El Negrito, quizá harto de mi cháchara decidió darme un buen susto y se detuvo de repente y con gran estrépito donde no debía, es decir entrepisos. Y ahí fue cuando nuestra relación se quebró definitivamente. Yo, que entre charlas y bamboleos confiara en él entregándole mi cuerpo, resulta que ahora me pagaba traicionándome de aquella manera tan aviesa.
Mis gritos sacudieron los cimientos del edificio mientras maldecía al Negrito en todos los idiomas conocidos y por conocer, hasta que llegó el encargado a calmarme —sin éxito posible— y a mover luego de interminables minutos la reumática mole de negro metal a la que no volvería a subir ni de muerta.
Estaba claro que el Negrito y yo éramos absoluta y definitivamente incompatibles y por lo tanto nuestro divorcio, bastante escandaloso por cierto, fue definitivo. Seguí yendo a mi modista y subiendo y bajando los siete pisos por escalera, mientras le echaba furibundas miradas de reojo a la mole oscura. Hasta que ayer, luego de unos cuatro meses sin ver a Norma entré a su edificio y me encontré con la sorpresa de que el Negrito ya no estaba. En su lugar hay un moderno ascensor al que tampoco subí, por si acaso algo había heredado de su antecesor.
—¿Qué pasó con el Negrito? —le pregunté a Norma.
—Se murió, o se cayó que viene a ser lo mismo, pocos días después de tu última visita. Gracias a Dios que no había nadie adentro, pero el estruendo que produjo nos hizo pegar un buen susto a todos. A lo mejor su suicidó porque tú lo abandonaste —dijo Norma entre carcajadas.
Cuando llegué a la planta baja me detuve a mirar el moderno ascensor, y por un instante extrañé la enrejada puerta del Negrito, su metálico ruidoso andar y sobre todo su manera de escuchar sin interrumpir.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Aquella noche de San Juan


La noche se va estrenando sin prisa sobre la inmensidad del mar, personaje fantástico, gran dios pagano. Su genio extraño puede conmigo, me embebe, me devora entera, me atrapa con un agradable escalofrío.
Las noches en la playa son como un examen de conciencia, excepto que algo nos pese en el corazón. ¿Cuánto pesa un corazón lleno de tristeza?
A lo lejos una inmensa hoguera se levanta hacia el firmamento henchido de estrellas. Alrededor brincan oscuras figuras como fantasmas enloquecidos. Es noche de San Juan, noche de meigas, noche de fiesta. Para mí no. Prefiero la soledad del mar, reflejo de mi propia soledad sin ilusión. La soledad sin esperanza anuda el alma hasta ahogarla.
—Es una hermosa noche de luna.
La voz sorprendió mi voluntario destierro como un latigazo de brutal realidad. Casi no tuve que darme vuelta para verla junto a mí. ¿De dónde había salido aquella mujer de cabello alborotado por la brisa marina? Tenía un vestido oscuro que le llegaba hasta los pies, desnudos, blancos y delicados, donde se detuvo mi mirada. Entonces ella se sentó en la arena, que aún guardaba el calor del sol que yo viera adormeciéndose lentamente tras el horizonte salado, en una ceremonia larga y ardiente como una pena de amor.
—No está mal —le respondí molesta.
—Parece que no te gustan las hogueras de San Juan, si no estarías allá, con toda esa gente.
—¿Quién es usted?
—Una que pasaba por aquí. Cuando yo era joven nunca dejaba de saltar las hogueras porque dicen que el fuego de San Juan purifica los espíritus y también tiene propiedades casamenteras.
—Se dicen tantas tonterías.
¿Es que aquella entrometida no pensaba marcharse?
—A mí me dio resultado pues al fin me casé, aunque después... Bueno, tampoco se le puede pedir todo al santo, que él no es responsable de los desatinos de los mortales.
—Pues yo no me casé, aunque salté muchas hogueras de San Juan, y creo que no lo haré nunca. Se ve que no es para todos.
—Quizás saltaste la hoguera equivocada.
—Puede ser, pero si no le incomoda esta noche vine hasta aquí para estar sola, no sé si me entiende.
—Desde luego que te entiendo, pero en la noche de San Juan es mejor tener compañía aunque sea de una desconocida, pues quedar a solas en las manos de los pensamientos puede ser peligroso, te lo digo yo.
¿Por qué no me marcho y dejo a la extraña mujer con sus maquinaciones? No lo sé. Será porque tengo el ánimo mutilado por el desamor.
—Resulta que hace unos años, en una noche como ésta, en este mismo rincón de la playa, una mujer decidió casarse con el mar, ya que no lo podía hacer con el hombre que amaba, y se fue metiendo en sus oscuras aguas hasta que el alma dejó de dolerle.
Un estremecimiento recorre mi geografía humana, cansada de no encontrar la rosa de los vientos.
En la lejanía la hoguera de San Juan se eleva majestuosa queriendo alcanzar la luna que ya está llegando al centro del cielo. Aquella desconocida continúa sentada a mi lado mirando las aguas marinas preñadas de olas que se arman, se desarman y se vuelven a armar como cuerpos ondulantes envueltos en un disparate de espejismo.
Mar, querido mar sin tiempo, no naufragaré en tus aguas esta noche. Quizás, solo quizás, logre reparar mi barca al amanecer.

Gotas de lluvia

Incontables gotas de lluvia deciden morir en mi ventana. Se estrellan con furia para luego resbalar en un largo dejarse ir.   Cal...