lunes, 14 de septiembre de 2009

La muerte del Negrito


Cuando lo vi por vez primera sentí un rechazo tal, que solo el pensamiento de verme expuesta al más irrisorio de los ridículos me impidió salir corriendo. Siete pisos más arriba me esperaba Norma, modista y de las buenas, a quien no pocas veces le confesé: “Tu ascensor me da miedo, hay algo siniestro en él”. Ella se reía y trataba de convencerme de que era un “viejo” absolutamente confiable.
Intentando vencer mis temores poco a poco fui iniciando con aquella antigua caja de hierro, a la que bauticé como el Negrito, una relación que podríamos llamar amistosa, aunque algún analista podría considerarla digna de unas cuantas y prolongadas sesiones de terapia.
En los primeros encuentros con el Negrito a solas comencé por saludarlo: “Hola qué tal, afuera hace un lindo día”, mientras iba contando con desbordada ansiedad los pisos que faltaban para bajarme. Claro que su respuesta, lenta, bamboleante y ruidosa, lejos de tranquilizarme hacía que mi pulso se acelerara tanto, que hubo momentos que llegué a pensar que moriría entre sus tenebrosos brazos de negro metal.
Siguiendo con mi terapia de bolsillo llegué a contarle los últimos acontecimientos de mi vida, mis estados de ánimo, preguntarle quién le había dejado ese perfume tan agradable, y hasta llegué a tararearle alguna canción.
Pero un día sucedió lo que más temía. El Negrito, quizá harto de mi cháchara decidió darme un buen susto y se detuvo de repente y con gran estrépito donde no debía, es decir entrepisos. Y ahí fue cuando nuestra relación se quebró definitivamente. Yo, que entre charlas y bamboleos confiara en él entregándole mi cuerpo, resulta que ahora me pagaba traicionándome de aquella manera tan aviesa.
Mis gritos sacudieron los cimientos del edificio mientras maldecía al Negrito en todos los idiomas conocidos y por conocer, hasta que llegó el encargado a calmarme —sin éxito posible— y a mover luego de interminables minutos la reumática mole de negro metal a la que no volvería a subir ni de muerta.
Estaba claro que el Negrito y yo éramos absoluta y definitivamente incompatibles y por lo tanto nuestro divorcio, bastante escandaloso por cierto, fue definitivo. Seguí yendo a mi modista y subiendo y bajando los siete pisos por escalera, mientras le echaba furibundas miradas de reojo a la mole oscura. Hasta que ayer, luego de unos cuatro meses sin ver a Norma entré a su edificio y me encontré con la sorpresa de que el Negrito ya no estaba. En su lugar hay un moderno ascensor al que tampoco subí, por si acaso algo había heredado de su antecesor.
—¿Qué pasó con el Negrito? —le pregunté a Norma.
—Se murió, o se cayó que viene a ser lo mismo, pocos días después de tu última visita. Gracias a Dios que no había nadie adentro, pero el estruendo que produjo nos hizo pegar un buen susto a todos. A lo mejor su suicidó porque tú lo abandonaste —dijo Norma entre carcajadas.
Cuando llegué a la planta baja me detuve a mirar el moderno ascensor, y por un instante extrañé la enrejada puerta del Negrito, su metálico ruidoso andar y sobre todo su manera de escuchar sin interrumpir.

3 comentarios:

fonsilleda dijo...

EStupendo y original relato. Lo siento, pero no coincido para nada con tu protagonista.
A mi me gustaba "ese negrito", como tantos otros que han ido desapareciendo para dar paso a sustitutos transparentes y rapidísimos que vuelan y hacen que, si tengo necesidad de subir, mi vértigo se dispare...
Prefería, con mucho, el traqueteo lento, pero seguro.
Bicos y aplausos, claro

Alma naif dijo...

Hermoso relato Carmen... me encantó!!!
Aca en Buenos Aires en algunos lugares de edificios antiguos todavia hay muchos negritos, pero son tan bellos que a mi me dan como enamoramiento cuando los veo...
Pero a veces me sucede lo que a ti.. y me quedo contando los pisos para que el tiempo transcurra mas rapido... quizas esa desconfianza que le tenemos haga que muchos negritos quieran suicidarse!!!
Linda manera de recrear... me has enganchado!!!
Besos cielo, llenos de luz para ti!!!

Raúl dijo...

Más allá del susto que le debió de provocar a la protagonista de tu relato, lo cierto es que esos ascensores de la primera mitad del XX, le dan un toque de distinción a cualquier edificio. A mí me encantan.

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