lunes, 31 de agosto de 2009

El cajón de mis recuerdos


Sin duda el tiempo está desorientado, confundido, trastocado, aturdido, y si no cómo es posible que el invierno de Buenos Aires nos “regale” 34 grados de temperatura. Y el confundimiento nos alcanza por igual a la naturaleza y a los sufridos mortales. Así veo cómo las plantas de mi balcón florecen y se llenan de renuevos como en plena primavera, y yo por no ser menos me pongo en situación y ocupo la tarde en ventilar rincones, airear placares, poner ropa de verano donde tendría que estar la de invierno. En fin, que en mi trasegar de confusiones climáticas me topé, sin pensarlo, con el poco visitado cajón de mis recuerdos, y antes de que pudiera darme cuenta estaba militando en la memoria, buscando el tiempo perdido en fotos, tarjetas de felicitación… y un cuaderno de tapas azules en el que les escribía a mis abuelos Pilar y Joaquín cuando estaba dando mis primeros pasos de emigrante (con tan solo once años) y que nunca quise mandárselas porque ellos no sabían leer y me negaba a que alguien se las leyera y se enterara de “nuestros” secretos.
El siguiente texto es una de aquellas cartas, en la que a caballo de las arrugas del tiempo cabalga mi letra menuda, llamativamente desprolija y esforzada. Cada trazo y cada manchón de tinta parecen hablar de ausencias que duelen, de rabia sorda arrojada en el papel como una piedra en el agua quieta de un estanque. Los círculos concéntricos de la memoria alborotan el alma infantil de ayer, y también la de la madurez de hoy. ¿Acaso no es la misma?


Querida abuela: espero que esté bien de salud, lo mismo que el abuelo. Yo por el momento estoy bastante bien, aunque últimamente me duele un poco el estómago. Debe ser porque los extraño mucho o por la comida, que no me gusta nada porque todo es con carne de vaca, ni la escuela me gusta. Hoy empecé. La maestra es muy buena y se llama señorita Mercedes. Me sentó al lado de ella en el escritorio, así que cada vez que levantaba los ojos veía a todos los chicos mirándome raro. También tenemos un descanso que aquí llaman recreo. Fue muy feo porque yo no supe dónde ponerme ni qué hacer. Algunos chicos jugaban a juegos que yo no conozco y otros hacían rondas para hablar en voz baja mientras miraban para mí.
Tenía muchas ganas de llorar abuela, pero no se preocupe que ya aprendí a llorar para dentro, como usted me enseñó, así que nadie se dio cuenta. Tampoco se dieron cuenta de que hablo mal el castellano porque hablo gallego. Y no se dieron cuenta porque solo dije sí y no, si me preguntaban algo. La señorita Mercedes me hizo escribir en un papel mi nombre, los años que tengo, el nombre de mamá y también el de papá. Y aunque no me lo pidió, también escribí el suyo, el del abuelo y el de O Busto. La señorita Mercedes me miró raro después de leerlo, y yo tuve miedo, aunque ella tiene cara de buena. Se ve que le caigo bien porque echó una sonrisa y después me acarició el pelo, y también me dijo que tengo buena letra.
Cómo se ve que no conoce a mamá ni los sopapos que me tragué hasta que aprendí a escribir como ella quería. ¿Se acuerda abuela cuando usted o el abuelo algunas veces me salvaban de estar escribiendo toda una tarde de lluvia? Aquí todo es distinto, hasta la lluvia; los truenos tienen otro sonido, y no hay niebla, y el cielo no tiene nubes con forma de conejos ni de zorros ni tampoco de lobos. Aquí el cielo es muy estrecho.
Abuela, espero que pronto mamá y papá se convenzan de que yo aquí no me acostumbro y me dejen volver con ustedes. Bueno, ahora tengo que hacer los deberes para mañana, así que le mando muchos besos y un tirón de bigotes para el abuelo. También le mando saludos para los tíos y mis amigos de la aldea. Los extraño mucho. También extraño a Mora. Cuídenla para que no se escape al monte cuando no se puede cazar, porque usted ya sabe que ponen veneno. Y otra cosa abuela, ¿se acuerda cuando usted me decía que yo siempre andaba papando moscas, y yo le decía que no era eso sino que estaba buscando sueños, como hacía el chico de aquel libro que me regalara el tío Juan? Bueno, pues ahora sí que ando papando moscas porque los sueños no los encuentro.
De corazón
Carmen

martes, 18 de agosto de 2009

Lo que se hereda no se compra



Ayer, a eso de las 22 horas estaba yo descansando de un largo día e intentado terminar “La cruz invertida”, del genial Marcos Aguinis, cuando escuché que alguien intentaba abrir la cerradura de la puerta de entrada de mi apartamento, de manera insistente y ruidosa. Yo no esperaba a nadie, así que lo primero que hice fue saltar del sillón donde estaba sentada y correr al pasillo para ver clavar los ojos en la puerta esperando con pavor que el intruso le ganara a la cerradura y tomara por asalto mi casa. El corazón amenazaba con salírseme del pecho. Quien fuera que quería entrar no tenía la llave correcta, por lo tanto algo andaba mal. Para ser ladrón era demasiado ruidoso, pensé, pero como en la vapuleada Buenos Aires en cuestión de inseguridad puede pasar cualquier cosa, lo primero que se me ocurrió fue agarrar el teléfono para llamar a la policía; no, mejor llamaría a mi vecino del apartamento de al lado, o a mi vecina del piso de arriba. Pero tan pronto como lo pensé una parte de mi cerebro (muy bien aprendida) lo descartó sin más y con la mejor voz que supe conseguir grité con todas mis fuerzas:
¡¿Quién coño está ahí?!
El ruido de la llave se hizo más suave, y hasta se detuvo por un momento, pero nadie contestó. Entonces redoblé la apuesta y volví a gritar con la boca pegada a la puerta, por si el atracador era sordo:
Pones un pie dentro de mi casa y te vas a arrepentir de haber nacido…
Las palabras siguientes prefiero dejárselas a vuestra imaginación, que en este caso se quedará corta.
Entonces escuché una voz masculina que me decía insegura pero claramente: lo siento, me equivoqué de apartamento. Demás está decir que no pude retomar la lectura y que averigüé el nombre del vecino “confundido”, y tampoco voy a contar que le dije, pues ya se lo imaginarán.
Cuando referí el episodio no pocos coincidieron en preguntarme si estaba loca, que como se me ocurrió pegarme a la puerta y gritarle al “asaltante”, que si fuera de verdad ya me habría metido un tiro a través de la puerta, y qué sé yo cuántas verdades más.
De nada me valió decirles que a pesar del miedo que me invade en situaciones así, no puedo dejar de enfrentar, de saber de qué se trata, de indagar. Y eso lo heredé de mi madre, que estaba convencida de que el desván de nuestra casa, allá en mi aldea gallega de O Busto, era visitado por seres de ultratumba. Allí vivimos las dos solas hasta que cumplí los once años y me tomó por asalto la emigración.
La cuestión es que había noches en que nuestro sueño era barrido por indescifrables y atemorizantes ruidos que sobrevolaban nuestras cabezas, hasta el punto de que yo me metía entre sábanas y mantas hasta hacerme un ovillo, que mi madre deshacía a la voz de: “levántate Carmiña, vamos al altillo”. De nada valían mis protestas. En un santiamén allá íbamos las dos, haciendo rechinar debajo de nuestros pies desnudos los gastados escalones de madera que conducían al desván. Mi madre delante, sosteniendo un candil de feble luz exorcizadora de fantasmas desvelados, y yo detrás, aferrada a su camisón, temblando de miedo y preguntándome por qué demonios no nos quedábamos en la cama, tapadas hasta la cabeza esperando que los ruidos callasen. No, ella tenía que ir a ver, pues estaba convencida de que en alguna de aquellas noches las almas en pena que asolaban nuestro altillo descorrerían las tinieblas de la muerte y se harían visibles a nuestros asombrados ojos. Después de todo era lo menos que podían hacer teniendo en cuenta las tantas noches que interrumpían nuestro descanso sin ninguna consideración. Pero pasaron las noches y los años de mi infancia y nada vimos en las correrías al desván de nuestros desvelos.
Una lástima…

lunes, 10 de agosto de 2009

Hoy quiero ser feliz



Hoy quiero ser feliz, decididamente feliz.
Hoy quiero incorporarme de mi sueño y recuperar los besos que perdí hacia ninguna parte.
Hoy quiero ver el día color esperanza, como un bolero: “Amanecí otra vez entre tus brazos…”.
Hoy quiero pegarle una patada al televisor, darle vuelta y que caiga la violencia de género y todas las violencias; las guerras, las bombas, la estupidez, la mediocridad y los atracadores que asaltaron el paraíso para que nosotros nos quedásemos sin él.
Hoy quiero abrazarme a una copa de buen vino y sostenerla entre mis dedos melancólicos, que recuerdan caricias lejanas y sonrisas de melocotón de la adolescencia.
Hoy descartaré las palabras que son como balas y las sustituiré por otras de terciopelo azul: paz, te quiero, te extraño, amor, amistad, fraternidad, no te vayas nunca, corazón. Palabras que despierten tus ojos y te vuelvas hacia mí, como un girasol.
Hoy no quiero pensar que el hombre tiene algo de lobo. Prefiero creer que en algún recodo de su alma también tiene amor, ternura, besos sin horario y abrazos sin etiquetas ni porqués.
Hoy quiero abrazarme a Neruda, a Machado, a Benedetti, que me ilusionan y me acarician en las noches de insomnio, ésas que corren lentamente, como un caracol.
Hoy quiero ser feliz, terca y descaradamente feliz.

miércoles, 5 de agosto de 2009

¿El amor puede sobrevivir a la convivencia?


Te quiero, amor, amor absurdamente,
tontamente, perdido, iluminado,
soñando rosas e inventando estrellas
y diciéndote adiós yendo a tu lado.


Los poetas siempre le cantan al amor y a su más perecedera compañera, la pasión. Sin embargo, ¿alguien le cantó alguna vez a la poco romántica convivencia? Y eso que convivir también tiene sus cosas buenas, positivas, enriquecedoras y estremecedoramente reales. Ya no estamos “inventando estrellas” sino que nos estrellamos contra la más pura y cruel de las realidades.
Sin duda cuando nos enamoramos nuestra vida se sitúa en otra dimensión, en otro espacio inconmensurable. Nuestros pies están a metros del suelo porque el amor nos mantiene etéreos y nada ni nadie nos puede hacer bajar de esa nube blonda, acogedora, donde solo él/ella nos puede alcanzar porque los dos estamos en la misma nube-frecuencia, estado de enajenación y hasta diría de estupidez, hermosa, a qué negarlo. Los/las que algún día se enamoraron hasta las trancas lo entenderán, pero solo si lo analizan a la distancia, es decir cuando ya pasó el vendaval del amor apasionado y mágico.
Porque solo puede ser mágico ese estado de necesidad del otro todo el tiempo y a toda hora, hasta el punto de llamarlo veinte veces en una hora “solo” para decirle: “Te quiero, te extraño, te necesito, ¿estabas pensando en mí?, no puedo vivir sin ti ni un solo minuto, lejos de tus besos, de tus caricias…”. Todo esto dicho sin morir de una sobredosis de palabras, suspiros y “calentamiento global”.
¿Que nunca padecieron de tamaña verborragia amorosa? ¡Vamos! Entonces o están mintiendo o nunca estuvieron apasionadamente enamorados. Es que el amor y la pasión confabulados te absorben el coco, los intestinos (ni comes por mirarlo, tan bonito, tan perfecto, tan elegante, tan inteligente, tan caballero, si te gustan los caballerosos), y la razón. La razón es la única que cuando el amor y su magia tocan a tu puerta se esfuma como por arte de … magia.
¿Pensar racionalmente? ¡Qué va! ¡Estoy enamorada! Entonces mis pensamientos, mi raciocinio y hasta mi cordura pasan por la punta de mis dedos cuando lo tocan, por mis ojos cuando lo miran, por mis brazos cuando lo estrechan contra mi pecho hasta ahogarme y ahogarlo, y por todo lo demás que ya se estarán imaginando.
Entonces, como no podemos vivir la una sin el otro —y viceversa— decidimos convivir, es decir meter todo ese amor con su compañera la pasión debajo de un mismo techo y encima del mismo lecho.
¡Qué maravillosa idea, ensayada a lo largo de los siglos y de los tiempos, y con resultados semejantes! Es que los seres humanos no aprendemos más. La convivencia suele ser devastadora, como un tsunami que arrasa con una parte fundamental del amor, como es la pasión y muchas veces con el amor mismo. ¿Por qué entonces muchas y muchos insistimos en seguir probando? Si lo supiera ya habría resuelto buena parte de mi vida.
Al principio de la convivencia todo es maravilloso. Mis espacios son los de él, y los de él, míos; nuestras vidas se complementan, encajan como las piezas de un rompecabezas, perfectamente diseñadas por nuestro amor apasionado. Pero el tiempo —ese verdugo implacable— le va dando a la pareja, poco a poco, casi en silencio, unas señales que al principio nos parecen pequeñas tonterías sin importancia. A unos les puede suceder al año, a otros a los dos, o a los cuatro, y a los más afortunados mucho más adelante, pero el caso es que un día nos encontramos con que la misma cama (por poner un ejemplo, y no es casualidad) que antes nos sobraba ahora resulta que comienza a resultarnos pequeña, y hasta ese acto de extrema ternura de dormir abrazados, enlazados, estrechados y estrujados, con el devenir de los días-años, nos empieza a incomodar un poquito.
“Mira cielo, no es que no me guste tu brazo apretando mi cuello mientras escucho tus hermosos ronquidos en mi oído y tu pierna aplasta mi cadera, ¡no, qué va!, es que yo “siempre” preferí dormir sobre el lado derecho, sin almohada y con una pierna colgando fuera de la cama, etc., etc.”.
“Pero si hasta ahora no te molestaba. ¿Pasa algo?”.
Ya está. La voz de alarma fue dada. La muy diablilla de la pasión se está alejando en puntas de pie, sin hacer mucho ruido, dejando al amor solito y desnudo, y que se las arregle como pueda con la jodida convivencia.
De todas maneras, cuando el amor es genuino el campo de batalla de la convivencia puede resultar un buen entrenamiento para fortalecer ese sentimiento que une a la pareja. Todo es cuestión de respeto y saber negociar con inteligencia.

Gotas de lluvia

Incontables gotas de lluvia deciden morir en mi ventana. Se estrellan con furia para luego resbalar en un largo dejarse ir.   Cal...