(El relato que sigue lo escribí cuando retorné a Galicia, allá por el año 2004, por un período de casi dos años).
No sé qué día de los casi 365 que llevo de retornada a mi tierra gallega sentí su ausencia, ¿acaso su abandono? Primero fue una ligera sospecha, un intuir que algo había cambiado, que me faltaba esa insatisfacción activa, vital, irreductible, que me acompañó durante los años de lejanía, un tiempo en el que nunca dejé de buscar en el fondo de las operaciones inconscientes el complementario ensamble. Fui consciente de mi alma desafinada en procura de la otra mitad de su acorde: el paisaje gallego y su rama dolorida llamada morriña.
Hoy ya no la siento de aquella manera y no sé si la extraño. Muchas veces la odié porque me hacía retorcer el alma con su residuo insatisfecho, y cuando por pocos días volvía a Galicia ella, la morriña, se agrandaba, se hinchaba de melancolía, recargaba las pilas en mi propia angustia dejándome inerme ante su desmesura.
También la amé y la compartí con otros seres morriñentos capaces de inventarnos inexistentes paraísos aldeanos, aromas extinguidos e inexplicables, sabores intransferibles de tanto cambiarles los condimentos. Era la morriña haciéndole trampas a nuestra imaginación, a nuestro sentimiento irrenunciable de pertenencia, a nuestro afán de eludirla o de mitigarla y también, por qué no, de convocarla como algo necesario.
¿Acaso la echo en falta? No cuando puedo mezclarme en el paisaje de mi aldea sin llorar de emoción. No cuando lo puedo ver tal cual es —hermoso— sin el componente angustioso de la inevitable morriña. No porque su ausencia me permite ser más objetiva a la hora de ver a Galicia con sus virtudes y sus defectos.
Pero sí la echo de menos cuando en la parcela instintiva de mi espíritu intuyo el cálido hueco que me dejó su tormentosa presencia. Entonces la extraño y pienso que su paulatina y callada despedida no es más que un caprichoso espejismo que se hará nuevamente realidad si algún día vuelvo a buscar la otra orilla del Atlántico.
Puede que esté solamente callada, descansando de su eterno viaje doloroso y maravilloso. De su irse para volver y de su volver para irse. Ella se sabe esencia trágica de todo profundo amor; penitente afanosa por cuya escalera secreta el alma sube y baja sofocada de impermanencia, de ardoroso afán transitivo. Es el complejo amor-dolor que respira y sangra en el fondo de toda pasión ejemplar y fecunda.
Quizá solamente se alejó para que pudiera sentir la nostalgia de mi Buenos Aires querido y de mis afectos más entrañables. Morriña y nostalgia pueden intuirse como sentimientos similares, sin embargo son muy distintos en su esencia. La morriña es la evocación lírica de la tierra gallega transparentada en la niebla. Es nuestra seña de identidad, nuestra espontánea forma de discurrir, de andar por el mundo, por nuestro mundo, que es siempre y en sus consecuencias últimas, un mundo de paisaje. En cambio la nostalgia es un sentimiento de distancia, de añoranza por los seres amados que están lejos. Son bien distintas aunque en el fondo son hijas de los mismos avatares migratorios.
Comencé este breve compendio de sentires queriendo explicar lo que es la morriña, y en mi caso su repentino irse, pero al final de estas líneas concluyo que sigue siendo indescifrable más allá del idioma intransferible de la experiencia interior, que carece de claves comunicantes. Siento no haber podido ser más clara, pero los morriñentos me entenderán... y los nostalgiosos también.