miércoles, 5 de octubre de 2016

Perdonar sí, olvidar, ¡jamás!


 “Quien no es capaz de perdonar, destruye el punto que le permitiría pasar por él mismo. Perdonar es olvidar. El hombre perdona y siempre olvida; en cambio la mujer solamente perdona.” (Mahatma Gandhi).

Pues se ve que Gandhi conocía algo el alma femenina. Así es, las mujeres somos capaces de perdonar pero olvidar, ¡jamás!
¿Somos rencorosas? No. Somos memoriosas. ¿Se puede perdonar sin olvidar? Las mujeres, por lo menos las que conozco, dirán que sí sin dudarlo. 
Saray, protagonista de "Las Mujeres Raras", se pregunta por qué no puede sanar el resentimiento y perdonar. Difícil pregunta. Tal vez ella encuentre la respuesta en la mochila que lleva a cuestas, literalmente.
Hay mochilas físicas y emocionales. Y éstas son las que más pesan. Perdonar a quien nos hizo daño es liberador. A veces se puede, y otras veces no...
¿Podrá Saray perdonar? Otra mujer, su madre, tal vez la ayude...




Y me fui. Sin mirar a nadie, sin despedirme del cadáver frío y ausente que ya no era mi madre, cuya muerte nos había quitado el manto piadoso que cubría nuestras miserias.
Antes de cerrar la puerta miré a mi padre. Estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Quizá repasaba la próxima escena de su tragicomedia de entrecasa para interpretarla cuando lo creyera conveniente. Yo no le creía nada, y él lo sabía muy bien.
La noche, con su frío y su niebla de noviembre, me devolvió la conciencia adormecida durante horas o tal vez siglos en aquel horrible lugar de muerte. Si por lo menos pudiera llorar o gritar o golpear a alguien. Tenía algunos candidatos y candidatas en mente que se merecían un buen mamporro, incluyéndome. ¿Por qué no podía seguir con mi vida sin mirar atrás? ¿Por qué no era capaz de sanar el resentimiento y perdonar? ¿Qué haría de ahí en más con las preguntas que mi madre nunca me podría contestar? ¿Dónde pondría los abrazos que el rencor me impidiera darle?
A veces hay que tener mucho coraje para pensar en lo que se piensa. Pensar inevitablemente, como un condenado a muerte, sin descanso. 

Agobiada por un cúmulo de sentimientos caminé hacia el coche dispuesta a no detenerme hasta llegar al aeropuerto y embarcar en el primer avión que saliera para Madrid.
—«Llévame contigo, Saray».
Hay voces que permanecen, tan inconfundibles. Hay voces que son como una herida en el adentro, que es donde más duelen las heridas. «A partir de hoy vivirás con tu abuela. La casa de mi madre será tu casa».
Hay voces que no pierden su color al traspasar las tinieblas de la muerte. ¿Por qué no estaba sorprendida? Tal vez porque soy una Piñeiro, mujeres raras, que hasta se pueden enamorar de un fantasma.
—¿A dónde quieres que te lleve, mamá? Estás muerta, acabo de dejarte en un espantoso ataúd.
—«Al Camino, llévame al Camino de Santiago».

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