La decisión de cambiarle el título a mi último libro (antes “Cenizas en la niebla…”)
“El camino de las mujeres raras”, me ha llevado a pensar en las mujeres raras de mi familia, tanto materna como paterna.
Y algunas hay, hubo y habrá, que merecen ser reconocidas.
Con casi cien años y dando batalla, hoy les hablaré de la tía Emi, hermana de mi madre, a quien tuve el placer inmenso de abrazar hace solo dos meses en su casa de Pontevedra.
Ella fue una de las tantas mujeres a quienes Rosalía de Castro denominó “viúvas de vivos e mortos” (viudas de vivos y muertos).
Las viudas de vivos eran las mujeres cuyos maridos emigraban en busca de un mejor porvenir para su familia. En el caso de la tía Emi se quedó con tres hijos pequeños mientras su hombre embarcaba para Buenos Aires prometiendo que en cuanto se estableciera los reclamaría para volver a juntarse en el nuevo mundo. Y mientras tanto, le mandaría algún dinero para ayudarla a criar a los niños.
En esto el tío Fer no fue muy original, pues todos los hombres que marchaban siempre prometían lo mismo. Unos cumplían, y otros muchos, no. El marido de la tía fue de los últimos. En cuanto llegó a Buenos Aires el viento del Río de la Plata barrió de su cabezota las promesas que le hiciera a su mujer.
Así las cosas, en una aldea de la Galicia de los años cincuenta la tía no tuvo otro remedio que arreglárselas sola para mantener a sus hijos. Era una más de entre las viudas de vivos. Seguramente si hubiera enviudado de “verdad”, no tendría ese rencor creciéndole en el alma, imparable y alimentado día a día.
Los años fueron pasando, los hijos de la tía fueron creciendo como podían y ella a fuerza de sacrificio y ayudas compró un pasaje a Buenos Aires cuando supo, después de una larga pesquisa, que el fulano que aún seguía siendo su marido tenía un muy buen trabajo y el muy caradura estaba cobrando, desde hacía años, el salario que le correspondía por tener hijos menores, y guardándolo para sí mismo mientras ellos en la aldea luchaban por sobrevivir.
Había llegado el momento de arreglar cuentas con el canalla. Le pidió a la familia (la de Galicia y la de Buenos Aires) que no se metieran en sus decisiones, que ella sabía muy bien lo que tenía que hacer.
Y vaya si supo. Al día siguiente de llegar a la capital argentina averiguó la dirección del Palacio de Tribunales y allá se fue sin más acompañamiento que su decisión de hacer justicia.
—Quiero ver a una abogada, entiende... Tiene que ser mujer y que me atienda gratis —le dijo la tía Emi en un gallego castellanizado o en un castellano galleguizado al de la mesa de entradas.
La entendieron y la atendieron.
La abogada que le tocó tomó su caso y el resultado final fue que al tío Fer lo despidieron del trabajo (había mentido en cuanto a que tenía sus hijos a cargo) y pagó lo que la ley consideró, si no quería ir a la cárcel.
—¡No quiero el dinero! —gritaba la tía enfurecida— quiero verlo tras las rejas.
Es lo que tienen las mujeres raras, siempre van hasta el hueso.
Hoy la tía —que nunca tuvo otra pareja—, es viuda de verdad, y cuando recuerda este episodio sonríe satisfecha.
—Carmiña, nunca deixes de facer o que che pete. Antes pensaban que as mulleres eramos parvas e que podían facer con nós o que quixeran. ¡Parviños! Eu aínda fago o que me da a gana. Quérote tía!