Lo primero que vi de él fue su ancha espalda, regia, hasta terminar en unas buenas cachas apenas adivinadas debajo del pantalón blanco. Lleva las manos en los bolsillos y camina sin prisa por el paseo marítimo, lo mismo que yo.
La mayoría de la gente apura el paso y algunos hasta echan a correr buscando un refugio que los proteja de las primeras gotas que comienzan a caer de un cielo plomizo. El viento despeina su cabello de color indefinido, pero a él parece no importarle, abstraído en los colores malvas, azules, grises que modifican las aguas marinas en un disparate de espejismo.
Camina sin prisa, ajeno a cuanto lo rodea, incluso a mí, que hace no sé cuánto tiempo que sigo los pasos de este hombre solitario, referente de mi propia soledad. Los hilos de la lluvia comienzan a rayar su figura, que me atrae como un faro en medio de la noche. No puedo dejar de seguirlo, aunque sé que es irracional. No puedo, ni quiero.
Hasta que de pronto aquel desconocido se da vuelta repentinamente y me enfrenta. Vaya —pensé—, lo que prometía de espaldas de frente lo confirma ampliamente. Tiene una sonrisa descarada, atrevida, como a mí me gusta, y una mirada preguntona que me desnuda. Y yo me dejo.
Unos pocos pasos y llega hasta mí mientras un “Hola...” cuelga del suspiro de la tarde.
“Si te quedas allí vas a agarrar una pulmonía. Si te parece vamos a tomar algo caliente a la cafetería. Yo invito”. Hay palabras que saben a canela, a anises, a castañas asadas.
“Me llamo Sabela”, le dije extraviada en su penetrante mirada mientras dos tazas de café humean entre los dos.
El amor. Bendito amor. Inesperado amor.
“Y yo, Santiago”.
Afuera llueve. Sobre la noche confidente y callada, sobre su silencio que no reprocha ni juzga nada. Llueve sobre el mar enojado, sobre sus barcas bamboleantes, sobre las piedras y sobre las almas solitarias. En un tiempo yo fui dueña de las tormentas, de las islas y de los rumbos, dueña de mis lágrimas y de mi sonrisa. Después me perdí en senderos errabundos sin saber que el amor no se busca, no se elige, llega como una lluvia de verano, como un rayo que te parte al medio.
Santiago y yo estuvimos hablando sin contar el tiempo, descubriéndonos, intuyéndonos, hasta que la cafetería cerró. Entonces salimos al paseo marítimo y caminamos abandonados a la resaca de un mar de palabras nuevas mientras los pensamientos van descalzándose en silencios llenos de promesas.
Sigue lloviendo, como si el cielo no tuviese otra cosa que hacer. Pero ya no importa. Sé que cuando la noche diga adiós aún voy a estar metida en la cuna de sus brazos.
Lo sé, como sé que a veces el mundo se detiene para acomodar el sueño de alguien que nunca dejó de soñar con el amor.