Seis de la tarde. Hora imposible para viajar en colectivo-autobús en la Ciudad de Buenos Aires. Ni en taxi ni en coche ni en nada que no sean las piernas y darle a la caminata. Que también tiene sus complicaciones (no llevar nada a la vista que te puedan arrebatar, por ejemplo, y aún así…) pero es lo mejor y ayuda a la salud, dicen por ahí.
Pero ayer yo no tenía ganas de transitar las peligrosas callecitas porteñas y me subí al colectivo 95 que me dejaría en la esquina de mi casa. Como de costumbre estaba abarrotado de congéneres aburridos, malhumorados, agresivos, punguistas (descuideros), autómatas empotrados en la pantalla del móvil jugando a algo, y los infaltables fingidores del buen dormir apoltronados en un asiento conseguido por gracia Divina, que simulan una siestita para no cederle el asiento a embarazadas, ancianos, etc., etc.
El colectivo iba a dos por hora, yo estaba parada, amuchada como sardina en lata, hacía calor, los olores varios de un fin de jornada se mezclaban y mi malhumor aumentaba en consecuencia, hasta que me llamó la atención algo que me distrajo de mis males. En un mini asiento de dos (cada vez los hacen más pequeños, como los talles) una mujer de mediana edad hacía malabares para no caerse del asiento (calculé que le quedaban afuera la mitad de las cachas) ya que ella ocupaba la parte exterior, mientras que del lado de la ventanilla había un hombre joven muy entretenido mirando hacia fuera, y con las piernas tan abiertas que parecía tener un mapamundi entre ambas.
Me sentí inmediatamente identificada por haber padecido lo mismo en varias ocasiones. La mujer de tanto en tanto miraba al despatarrado, en un vano intento de hacerle ver que estaba invadiendo gran parte de su espacio. El otro como si nada. En uno de esos vaivenes violentos de los colectivos porteños la mujer se hubiera estampado contra el piso si no fuera porque estaba ocupado por compactas humanidades que frenaron su caída.
Ahora sí, me dije. Ahora le va a decir: “cierra las piernas, cabrón, o si no te las voy a cerrar yo y te va a doler…”. Pero no, la sufrida pasajera tragó la rabia y trató de acomodarse en el minúsculo espacio, resignada a su suerte.
Desde aquí hago un llamamiento a los hombres del mundo: siéntense como les plazca siempre y cuando no invadan ni molesten a la sufrida vecina de asiento. ¿Por qué digo vecina y no vecino? Porque si son dos hombres los ocasionales compañeros de butaca, no pasará nada porque seguramente se dedicarán a competir por ver quién tiene la abertura más grande.