Al mirar las fotos que encabezan este relato se me ocurre pensar en las paradojas de la vida. A ella, la casa donde nací —literalmente— se la puede ver hace unos pocos años vieja y en ruinas. Yo no estoy tan mal. (Hoy me toca mimar la autoestima).
En la actualidad (fotos de abajo) a ella se la ve espléndida, con las muescas del tiempo reparadas por un liftin completo, e incluso con algunos anexos que la hacen un tanto presuntuosa para mi gusto. En fin, que con el transcurrir del tiempo ella está más joven y yo tengo dos o tres arrugas más, que nunca me quitaré porque me las he ganado dignamente en el concurso de la vida.
Cada vez que tengo la dicha de visitar O Busto, mi pueblo, me cuesta reconocer a simple vista la que fue mi casa. Sin embargo, debajo de su flamante fachada están las piedras que guardan mi infancia. (Algunas quedaron). Y como las piedras tienen memoria, solo tengo que apoyar la mano sobre ellas para escuchar las voces de los seres amados que dejaron sus huellas en su alma granítica: mi madre, la abuela Pilar, el abuelo Joaquín, mi entrañable amigo Evaristo, Malbina, Celso, Delia, mis primos… La lista es larga y todos están ahí.
Incluso puedo escuchar el alboroto de las ánimas en pena que asolaban el desván, según mi madre. “Ahí solo hay ratas”, decía el abuelo que, llamativamente, siempre tenía un cuento de aparecidos para entretener las largas noches de invierno.
Recuerdo cuando mamá me despertaba en plena noche porque escuchaba ruidos en el faiado y ¡teníamos que ir a ver! Ella no podía quedar amparada en el calor de la cama esperando que los ruidos que sobrevolaban nuestras cabezas callasen. No, tenía que ir a enfrentar a los intrusos, fuesen de este mundo o del otro, tanto le daba. Mamá delante, sosteniendo un candil de tenue luz espantafantasmas, y yo detrás aferrada a su camisola subíamos la escalera hacia el desván donde tan pronto lo alumbrábamos todo era silencio y soledad.
Me gusta imaginar el desconsuelo de las ánimas que atronaban nuestro desván buscando llamar la atención para que fuéramos a visitarlas, cuando mamá y yo marchamos para siempre. Nadie como ella alumbraría jamás la eternidad de sus noches.